Ida (Ida, 2013) de Pawel Pawlikowski

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Ida es una película sobria tremendamente hermosa. Nada le sobra, nada le falta. A su belleza formal a la hora de contar una historia, se une la propia historia… potente. Dos personajes femeninos, la identidad, la memoria y el peso de la Historia sobre ellas. Cada fotograma destila la composición perfecta de una obra artística. Pawel Pawlikowski cuida cada segundo, cada instante de la puesta en escena y del lenguaje cinematográfico, creando una obra redonda. Polonia, años sesenta, empapada del saxo de John Coltrane y unas notas triste de Bach. Años grises, de blanco y negro, donde los personajes se mueven en un formato cuadrado que da fuerza y relevancia a las figuras femeninas sobre los espacios en los que transcurre su ‘viaje’ vital de descubrimientos… Donde unos ojos y una lágrima que recorre la mitad de un rostro o un paisaje nevado y una figura que camina cobran una fuerza que desarma al espectador.

Anna (Agata Trzebuchowska) es una novicia a punto de hacerse monja, de recibir los votos. Ella es huérfana y siempre ha estado entre las paredes de un convento. Tiene dieciocho años y su mundo siempre ha estado unido a lo espiritual y trascendente. No conoce nada más. La madre superiora le da un aviso inesperado. Su tía, que nunca ha querido conocerla, ahora sí desea verla. Y la recomienda que vaya a visitarla antes de tomar los votos. Así, con una pequeña maleta y su hábito, Anna conoce a su tía Wanda (Agata Kulesza), una mujer aparentemente dura y fuerte. De golpe, la primera información que le suelta Wanda… descoloca el mundo de Anna. “Así que eres una monja judía” y “te llamas Ida”. Así, a lo bruto, Ida… decide encontrar dónde están enterrados los suyos, es la única manera que tiene de expresar que quiere buscar sus raíces. Y en este viaje, le acompaña Wanda… la vulnerable y contradictoria mujer aparentemente fuerte y de hierro.

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Un viaje que altera a ambas que siempre han estado, de distinta manera, privadas de su identidad. Cada una asumirá como puede las consecuencias del encuentro con su memoria, con sus raíces, con sus recuerdos, con su pasado… Con las viejas fotografías que construyen unas vidas sesgadas. A Ida le privan de su identidad, de sus orígenes. Wanda, para combatir el dolor, oculta su identidad y se entrega al Estado socialista polaco. Ella se transforma en Wanda la Roja, una mujer fría que no tiembla en condenar a muerte a todo aquel que no comulgue con las ideas estalinistas… Ida trata de recomponerse, Wanda se sigue fracturando…

Ida descubre con Wanda que existe algo más en la vida que los muros de un convento. Que existen las contradicciones, los placeres, los sacrificios, la culpa… Y vislumbra a lo que renuncia… sobre todo cuando conoce una posibilidad de futuro con un saxofonista (“¿Y luego? La vida, lo normal”… pero es que ni Ida ni Wanda tuvieron posibilidad de una vida normal…). Y Wanda descubre con Ida su alma fracturada, sus heridas apenas ocultadas, su vulnerabilidad, su culpa y caída al abismo, el dolor por la pérdida de lo que más amaba…

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Pawel Pawlikowski, director polaco que durante años ha trabajado en Gran Bretaña (y que ha realizado trabajos documentales, televisión… aborda su quinto largometraje y su primera película en Polonia), regresa a su tierra natal con una obra cinematográfica de una belleza tranquila, de ritmo pausado, de planos fijos… donde una joven novicia restaura una estatua de Cristo, una mujer quebrada apura un licor en una mesa de una taberna, solitaria; o una joven de dieciocho años —que quiere sentirse deseada— se prueba unos tacones y un traje negro y se envuelve en una cortina transparente…

Ida es una película que ha hecho que vuelva a nombrarse el cine polaco… y quizá sea el principio de una vuelta del cine de este país al circuito internacional. Pawel Pawlikowski ha despertado la curiosidad sobre qué es lo que está pasando en la cinematografía polaca en la actualidad. Así el realizador puede dar continuidad a nombres como Andrzej Wajda, recorriendo los rostros de Andrzej Zulawski y Roman Polanski y meciéndose en Krzysztof Kieslowski, reconociendo a Agnieszka Holland y desembocando en él mismo y otros compañeros de generación. Me viene a la cabeza una película polaca de los años ochenta nostálgica y tremendamente hermosa que durante años tuve grabada en un vhs… Yesterday de Radoslaw Piwowarski… y la nombro porque como Ida también reflejaba unos años sesenta en Polonia. Unos jóvenes que trataban de buscar salidas al blanco y negro en que estaban inmersas sus vidas a través de los Beatles y la música.

… De momento, recuerdo a una novicia en una sala de fiesta, ahora vacía, escuchando a un saxofonista que toca a Coltrane… O a Wanda colocando fotografías en una mesa, reconstruyendo su pasado y recordando el hermoso pelo pelirrojo de su hermana que ahora esconde tras la toca su sobrina. O esa misma mujer poniendo en su tocadiscos la música de Bach mientras la luz entra por su ventana…

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La imagen perdida (L’image manquante, 2013) de Rithy Panh

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¿Cómo narrar el dolor? ¿Y por qué contarlo? ¿Cómo desnudar el alma y por qué es necesario? Rithy Panh realiza un documental político porque recupera la imagen perdida, la memoria mutilada. La imagen perdida es más que una autobiografía, es una demostración de que los jemeres rojos y su sistema social, económico y político fracasaron… Un superviviente como Rithy Panh cuenta en imágenes y escribe sobre el horror vivido. Denuncia y cuenta para que no caiga en olvido…, para que ninguna víctima caiga en olvido.

Desde los años ochenta su filmografía (tanto de ficción como de cine documental, de la que no he visto nada hasta ahora) ha reflejado cómo fue y cómo afectó el genocidio a Camboya, y ha tratado también de encontrar en el pasado una explicación de lo que aconteció.

Cuatro años de genocidio atroz (1975-1979)… los jemeres rojos, el líder Pol Pot, Kampuchea democrática y la destrucción sistemática de las ciudades, de la población urbana, de la cultura… de todo lo considerado burgués para crear un sistema de economía agrario y un control férreo militar que dominaba a través de la muerte y el terror.

Pero nunca había empleado la primera persona. No había contado su historia. Único superviviente de su familia…, todos fallecidos durante los años del terror. ¿Cómo tocar algo tan cercano, tan doloroso? Primero habló de sí mismo en un libro La eliminación (Anagrama, 2013) a partir de su experiencia al entrevistar a uno de los responsables del genocidio (un libro que tengo enormes ganas de leer), después ha sido en este bello documental. En La imagen perdida, el director camboyano ha encontrado la manera de narrar lo que le duele y destroza.

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De fondo, una voz en off va lanzando sus reflexiones, sus recuerdos… vierte su memoria dura pero con una delicadeza que hace que el horror de lo que narra abofetee dulcemente al espectador. Crea con las palabras metáforas tan bellas pero a la vez tan duras y desoladoras… Y esa voz en off va acompañada de hermosas maquetas llenas de figuras de arcilla (arcilla y agua… vida) que ‘ilustran’ sus recuerdos del pasado y el terror del genocidio. Figuras estáticas con alma… porque son las víctimas. Hay figuras que representan a su padre, a su madre, a sus hermanos, a sus amigos, a otras víctimas que acompañaron su calvario… y hay una figura que representa al niño que fue él, el superviviente. Ese niño que arrastró y arrastra años después un sentimiento de culpa por no haber podido ayudar más a los suyos. Un niño que trataba de olvidarse de su ropa negra (y se imaginaba distinto, con una camiseta de colores brillantes… y su figura de barro así lo representa), de su vida oscura. Un niño que se aferraba a la ternura de su infancia, a su padre leyéndole poesía, a los juegos con sus hermanos, el rostro alegre de la madre, a las reuniones, a la risa, al bullicio de las calles, las sesiones de cine donde se proyectaban danzas de bailarinas hermosas.

Y esas secuencias de figuras de barro…, se mezclan con imágenes del pasado. Con aquel legado cinematográfico y musical que trataron de destruir y saquear (pero que algo sobrevivió) para sustituirlo por un cine propagandístico que mostrara esa Kampuchea democrática falsa, esa mentira dolorosa. Esas imágenes que ocultan el hambre, la muerte, las fosas, el miedo…

Durante años, Rithy Panh ha tratado de encontrar una imagen real del horror, una fotografía de una ejecución… pero ante su ausencia (no la ha encontrado pero sabe que se hizo), él se sirve del cine (que ya amaba desde pequeño) para construir la memoria perdida, las imágenes que recuerda, que le duelen… pero que hacen que las víctimas no sean números sino personas (su padre, su madre, sus hermanos, sus vecinos, sus amigos…) y las pone frente a esa propaganda cruel. Unas figurillas de arcilla y agua articulan la memoria perdida, el horror… y unas palabras que son poesía dura y desgarrada (que alcanza la luna) permiten que el espectador sea capaz también de percibir o sentir mínimamente lo que es casi imposible de contar, lo que realmente ocurrió. Y sentir así un escalofrío del que todavía no me he desprendido…

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