Como sabéis, que alguna vez lo hemos comentado en algún que otro post, Ray Bradbury es un escritor estadounidense especializado en literatura de ciencia ficción, fantástica y terror. Sobre todo os sonará porque es el autor de Crónicas Marcianas y de la única obra que adaptó Truffaut para hacer su única película en Hollywood, Fahrenheit 451.
Mi hermana que habita en tierras mexicanas y sabe de mi amor hacia el cine y mi búsqueda de cosas curiosas, me regaló en su última visita un pequeño y precioso librito que contiene un cuento de Bradbury absolutamente delicioso Idilio de El Gordo y La Flaca. Sus personajes son un hombre y una mujer que se hacen llamar como los célebres cómicos, Stantaley y Ollie.
Es una maravillosa historia de amor, con tintes de cine mudo y comedia absurda e indudablemente tierna.
Algunas frases ya enamoran:
“—Yo —empezó a decir ella, con un brillo cada vez más intenso en la cara—… conozco el lugar, a menos de tres kilómetros de aquí, donde está la escalinata de 131 peldaños por la que el Gordo y el Flaco, en 1932, subieron y bajaron aquella caja con un piano adentro”.
(Añado que se refiere al cortometraje The music box de, efectivamente, 1932)
“Fueron a ver muchas películas, nuevas y viejas, pero principalmente las del Gordo y el Flaco. Se aprendieron de memoria las mejores escenas y las repetían a gritos cuando paseaban en auto por Los Ángeles. Ella dejó que su alma rebosara como una fuente y lo bañara a él, y era correspondida con el mismo gozo.
Durante aquel año subieron y bajaron la escalinata del piano por lo menos una vez al mes, y organizaron meriendas con champaña sobre los peldaños, en la parte media de esa cuesta, y así descubrieron algo increíble”.
Te deja un buen sabor de boca su lectura y confirma cómo el cine ha influido en el mundo de la literatura y viceversa. Y cómo es un mundo apasionante, el navegar por estas influencias, y disfrutar de momentos mágicos.
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.
YO LEÍ LA HISTORIA HACE ALGUNOS AÑOS EN LA REVISTA SELECCIONES Y ME ATRAPÓ. AÚN EN ALGUNAS VELADAS ME PIDEN QUE LA CUENTE Y SIEMPRE SE ESCUCHA EL SUSPIRO: ¡QUÉ BONITO!» GRACIAS POR COMPARTIRLA CON NOSOTROS.
Bienvenido Jorge, muchas gracias por tu comentario.
… No me extraña para nada esos suspiros en las veladas.
Es un cuento precioso…
Besos
Hildy
hey!!! yo también lei esa historia en Selecciones, por eso llegué a este post. dónde puedo encontrar la historia?
Bienvenido Cheo, qué coincidencia. Yo creo que no debe ser fácil. A mí me regalaron hace un montón de años un pequeño librito en México que solo contenía ese cuento.
Beso
Hildy
Idilio del Gordo y la Flaca
ÉL LA llamaba Stanley; ella a él, Ollie. Ella tenía 25 años, y él 32, cuando
se conocieron en uno de esos cocteles en los que todo el mundo se
pregunta qué diablos está haciendo ahí; pero nadie se va, así que todos
beben demasiado y mienten sobre lo maravillosa que les parece la reunión.
Ambos andaban para acá y para allá en aquella selva de gente, sin encontrar
un árbol a cuya sombra arrimarse. Sus pasos los llevaron a toparse
en el centro de la insípida multitud. Tratando de cederse el paso mutuamente,
se apartaron hacia un lado, y luego hacia el otro, varias veces, de
tal forma que no podían pasar, hasta que ambos rieron. Él, por impulso,
levantó su corbata con los dedos y la meneó, y ella inmediatamente se llevó
una mano a la mollera, se desordenó el pelo y empezó a parpadear, con un
gesto como de alguien a quien le han golpeado la cabeza.
—¡Stan! —exclamó él, al reconocer el ademán.
—¡Ollie! —respondió ella—. ¿Qué te has hecho?
—¿Por qué no me ayudas? —repuso él, mientras hacía ademanes toscos,
propios de los obesos.
Ambos se tomaron del brazo en medio de sonoras carcajadas.
—Yo —empezó a decir ella, con un brillo cada vez más intenso en la
cara—yo conozco el lugar, a menos de tres kilómetros de aquí, donde está
la escalinata de 131 peldaños por la que El Gordo y El Flaco, en 1932, subieron
y bajaron aquella caja con un piano adentro.
—Bien, ¡larguémonos de aquí! —gritó él.
Un portazo en el auto, un rugido del motor, y la ciudad de Los Ángeles,
a la luz del atardecer, fue pasando a toda carrera ante ellos.
Él frenó en donde ella le indicó que se estacionara.
—¡No lo puedo creer! ¿Es esa la escalinata?
—La misma, con sus 131 peldaños —respondió ella, mientras salía del
auto—. Ven, Ollie.
—Como quieras, Stan.
Se quedaron un momento mirando hacia arriba la pronunciada pendiente
de concreto. Entonces ella le pidió con voz maravillosamente dulce:
“¡Sube! ¡Anda, sube!”
Él empezó a ascender, contando los escalones, primero en un susurro,
pero a cada número que pronunciaba, su voz aumentaba un decibelio de
alegría. Cuando llegó al 57, estaba perdido en el tiempo.
“¡Detente!”, gritó ella, a lo lejos. “¡No te muevas de ahí!”
Él se quedó quieto y se volvió. Ella llevaba una cámara en las manos.
Entonces él se llevó la mano instintivamente a la corbata, para hacerla revolotear
al aire nocturno.
“¡Ahora, yo!”, pidió la dama, y subió corriendo y le entregó la cámara. Él
bajó a su vez, se volvió hacia arriba y la vio encogida de hombros y con el
gesto de perplejidad y desamparo de Stan. Él oprimió el obturador, y deseó
quedarse en aquel lugar para siempre.
Ella bajó lentamente los escalones que los separaban, lo miró directamente
a los ojos y exclamó:
—¡Estás llorando!
Él la miró también a los ojos, que tenía casi tan húmedos como él los
suyos, y le dijo:
—¡En menudo lío nos has vuelto a meter!
—¡Oh, Ollie! exclamó ella, y suspiró.
—¡Oh, Stan! —exclamó él, suspiró, y la besó suavemente. Luego, le
preguntó—: ¿Vamos a comprendernos para siempre?
—¡Para siempre!
Desde aquella hora crepuscular en la escalinata, sus días fueron largos
y estuvieron llenos de esa arrobadora risa que marca el pulso de todo gran
idilio, al principio y al precipitado final. Dejaban de reír sólo para besarse, y
dejaban de besarse sólo para reír.
Fueron a ver muchas películas, nuevas y viejas, pero principalmente las
de El Gordo y El Flaco. Se aprendieron de memoria las mejores escenas, y las
repetían a gritos cuando paseaban en auto por Los Ángeles, a medianoche.
Ella dejó que su alma rebosara como una fuente y lo bañara a él, y era
correspondida con el mismo gozo.
Durante aquel año subieron y bajaron la escalinata por lo menos una vez
al mes, y organizaron meriendas con champaña sobre los peldaños, en la
parte media de esa cuesta, y así descubrieron algo increíble.
—Deben de ser nuestras bocas —dijo él—. Hasta que te conocí, ignoraba
que tenía boca. La tuya es la más asombrosa del mundo, y me hace
sentir que la mía lo es también. ¿Alguna vez te habían besado, pero de
veras, antes de que yo te besara?
—¡Nunca!
—Ni a mí. ¡Haber vivido tanto tiempo sin conocer nuestras bocas!
—Querida boca —lo atajó ella—, cállate y bésame.
Pero al final del primer año descubrieron algo aún más increíble. Él trabajaba
en una agencia de publicidad, y estaba anclado en Los Ángeles. Ella
era empleada de una agencia de viajes, y en poco tiempo se iría a trabajar
al extranjero. Esto los dejó anonadados; nunca lo habían considerado. Una
noche se sentaron frente a frente, y ella le dijo lánguidamente:
—Adiós.
—¿Qué? —preguntó él.
—Veo venir el adiós.
Él la miró fijamente a la cara, y advirtió que su semblante no era triste
como el de Stan en las películas, sino triste a su manera.
—Stan, tú nunca me dejarás…
Pero más que afirmación, fue una pregunta. De pronto, ella cambió de
posición, y él parpadeó al mirarla, y le preguntó:
—¿Qué haces?
—¡Tonto!, estoy ante ti, de rodillas, pidiendo tu mano. Cásate conmigo,
Ollie. Ven conmigo a Francia. Yo te mantendré mientras escribes la gran
novela norteamericana.
—Pero…
—Te llevas tu máquina de escribir portátil, un montón de papel, y me
llevas a mí. Anda, Ollie. ¿Vienes conmigo?
—¿Para irnos al infierno en un año y arder eternamente?
—¿Tanto miedo tienes, Ollie? ¿No crees en mí, o en ti, o en algo? ¡Dios
mío! ¿Por qué serán tan cobardes los hombres?
Luego, ella insistió:
—Mira, nunca se lo había propuesto a nadie, y no lo volveré a hacer;
me duelen las rodillas. ¿Qué dices?
—A mí me suena familiar esta conversación.
—La hemos tenido muchas veces desde hace un año, pero nunca pusiste
atención; estabas en la Luna.
—No; estaba irremediablemente enamorado.
—Tienes un minuto para decidirte. Sesenta segundos —ella fijó la mirada
en su reloj de pulsera.
—Levántate —le dijo él, un tanto incómodo.
—Si lo hago, será para salir e irme.
—¡Stan! —gimió él.
—¡Treinta segundos ! ¡Veinte, y ya sólo tengo doblada una rodilla !
¡Diez! ¡Estoy levantando el otro pie…! ¡Cinco ! ¡Uno !
Ya estaba de pie. Y continuó:
—Ahora me acerco a la puerta. Tú y yo somos personas muy especiales,
Ollie, y no creo que vuelvan a aparecer en el mundo ejemplares de nuestra
espléndida especie. Pero debo irme. Ahora, tengo la mano en picaporte, y…
—Y… —repitió él, muy quedo.
—Estoy llorando. Él empezó a levantarse, y ella meneó la cabeza.
—No; no lo hagas. Si me tocas, vas a hacer que me arrepienta. Ya me
voy. Pero iré a nuestra escalinata, sin piano, una vez al año, a la misma
hora de aquella primera noche, y si estás ahí, te secuestro, o me secuestras.
—Stan, Stan . . . —gimió él.
—¡Dios mío! —gimió ella.
—¿Qué?
—¡Cómo pesa esta puerta! No puedo moverla —sollozó—. Ya se abre.
Ya me fui.
Y la puerta se cerró.
Él volvió a la escalinata el 4 de octubre de cada uno de los tres años
siguientes, pero ella no acudió. Luego se le olvidó la cita dos años, y al sexto
la recordó; fue al atardecer y subió, porque vio algo en la parte media de la
cuesta. Era una botella de champaña, con un listón y una nota que decía:
“¡Ollie, querido Ollie! Recordé la fecha, pero en París. La boca no es la de
antes, pero está felizmente casada. Te quiere, Stan”.
Después de eso, él ya no volvió a la escalinata.
De viaje por Francia, 15 años después, iba él caminando por los Campos
Elíseos con su esposa y sus dos hijas, al atardecer. De pronto vio a una hermosa
mujer que se le acercaba de frente, escoltada por un hombre maduro,
muy serio, y un chico de pelo oscuro, muy guapo, que tendría unos 12 años.
Cuando se cruzaron, la misma sonrisa iluminó ambos rostros en el mismo
instante.
Él jugueteó con su corbata.
Ella se alborotó el pelo.
No se detuvieron. Pero él oyó que ella decía: “¡En menudo lío nos has
vuelto a meter!”, y remataba la frase con aquel nombre que le era tan familiar,
pues había sido suyo los años que había durado su idilio.
Sus hijas y su esposa lo miraron, y una de las muchachas le preguntó:
—¿Esa señora te llamó Ollie?
—¿Cuál señora?
—Papá —dijo la otra chica, acercándosele para verle los ojos—, ¡estás
llorando!
—No.
—Sí;estás llorando ¿Verdad, mamá?
—Bien sabes que tu papá llora hasta cuando lee el directorio telefónico
—comentó la esposa.
—No —repuso él—, sólo por 131 escalones y un piano. Recuérdenme
que las lleve allá algún día.
Siguieron caminando, y él se volvió hacia atrás, en el preciso momento
en que la mujer hacía lo mismo. Quizá él vio que ella articulaba con los labios
las palabras “¡Hasta luego, Ollie!”, o quizá no lo vio; pero sintió cómo su
propia boca se movía para articular en silencio: “¡Hasta luego, Stan!”
Y siguieron caminando en direcciones opuestas por los Campos Elíseos,
Millones de gracias. Tarde años buscando está lectura que casi resume mi historia.
Bienvenida, Ann Marie, es un relato maravilloso…
Beso
Hildy
La leí hace muchos pero muchos años, era apena un adolescente y llore en ese momento, lo mas curioso es que la volví a leer y volví a llorar, gracias por publicar tan bello relato.
Bienvenido, Juan
Sí, es un relato que despierta emociones.
Beso
Hildy
Me sucedió lo mismo, en otra ciudad y en lugar de escalinata, la estación del tren.Bonita historia,me trae muchos recuerdos.
Bienvenido, Luis Enrique
Sí, es curioso lo bonito que es cuando la literatura se acerca a la vida.
Gracias por la visita y el comentario
Beso
Hildy
Lo leí muchas veces cuando era chico y llore todas esas veces. Hoy despues de mucho tiempo, lo leo nuevamente y descubro mis ojos húmedos…
Bienvenido, Gustavo
Sí, es un hermoso texto de Ray Bradbury.
Stan y Ollie toman una nueva dimensión. Cine y vida, vida y cine.
Es una preciosa historia de amor… y desamor.
Beso
Hildy