Verano del 42 (Summer of 42, 1971) de Robert Mulligan

Mulligan, a veces, sentía cierta tristeza porque era consciente de que tan sólo era recordado o reconocido por dos de sus películas. Dos películas que siempre pululan en la memoria cinéfila colectiva. Y tenía razón. Desde luego no es justo pero sí cierto. Si me dicen Mulligan enseguida me viene a la memoria Matar a un ruiseñor y Verano del 42. Las dos son ejercicios maravillosos para definir la nostalgia. En una describe la infancia y en la otra la adolescencia. Siempre que puedo trato de corregir el agravio cometido a este director y conocer más de su obra así he podido ver: Cuando llegue septiembre, simpática comedia de principiante con Rock Hudson y Gina Lollobrigida; Amores con un extraño interesante película con una pareja de excepción Natalie Wood y Steve Mcqueen o su última obra, otro trabajo sobre la nostalgia, Un verano en Louisiana. Hay dos películas de su filmografía que sé no debo perderme pero todavía no he conseguido El otro y La noche de los gigantes.

Pero, sin embargo, siempre vuelvo a estas dos obras porque me conmueven y porque construyen desde la distancia a dos personajes adultos revestidos de nostalgia…, y funciona. El padre abogado Aticus y la joven y triste Dorothy. Pero hoy le toca a Dorothy y ese verano del 42.

La película es sencilla en todos los sentidos, la trama, los personajes, la ambientación, los escenarios… parte de una vivencia personal del guionista Herman Raucher. Y Raucher nos lleva a todos por la cotidianeidad de un verano de tres adolescentes americanos de clase media en una isla. Tres amigos, ni guapos ni feos, absolutamente normales con sus momentos de aburrimiento, juego y con sus hormonas absolutamente revueltas así como su camino para descubrir y explorar el sexo, esa llamada de sus cuerpos y esos cambios hormonales que estallan…

El juego de la nostalgia se pone en marcha desde los títulos de crédito en el que muestra unas imágenes de la isla evocada y se oye una voz en off (que pertenecía al propio director) para situar los hechos, la trama y a los personajes. Que son pocos. No hace falta más para construir esta historia minimalista, sencilla y emocional. Desde el principio suena la melodía de Michael Legrand que envuelve y empapa de pasado, y de nuevo nostalgia, a esta pequeña e intensa historia.

Lo que ocurre puede contarse en dos líneas o dos frases. Un adolescente sensible se enamora de una mujer que vive sola en una casa de la playa mientras su marido se encuentra en la Segunda Guerra Mundial. Y desde la primera escena vemos el objeto de su deseo, a su enamorada, una mujer joven y hermosa, amable y solitaria. Apenas tenemos información de ella, sólo la que nos proporciona el propio adolescente y, sin embargo, emerge un personaje hermoso y tratado con un cariño y una delicadeza que se transmite en cada fotograma.

Esta película llegó a los espectadores en el momento de su estreno y mantiene su naturalidad y sencillez con el paso de los años así como la credibilidad de la historia. Los actores protagonistas, son actores de esta única película, nunca más volvieron a destacar pero en Verano del 42 fueron absolutamente naturales y auténticos. Jennifer O’Neill es un icono que impacta por su belleza natural y su tristeza y Gary Grimes se convierte en el creíble adolescente enamorado que huye de la adolescencia en ese verano del 42.

En ese verano donde tres amigos tratan de huir de la monotonía a base de juegos y de tratar de iniciarse en el sexo pasan los días y las horas como si nada ocurriese ajenos a los acontecimientos que les rodean y que cambian la Historia y su historia. Sus torpes bromas, juegos, sus conversaciones intrascendentes, sus bromas y peleas, sus primeros acercamientos a las chicas, sus paseos por las playas, sus travesuras, sus salidas al cine (genial la escena en la sala de cine donde se ‘ligan’ a dos adolescentes mientras ven La extraña pasajera, super melodrama de Bette Davis)…, y mientras se va construyendo la relación entre esa mujer soñada al que el adolescente enamorado la va haciendo pequeños favores (llevarla la compra, ayudarla a subir unas cajas…).

Entonces, de manera tranquila y bella, llega la escena final en la que Mulligan cuenta con sensibilidad extrema la primera experiencia sexual del adolescente. Una tarde va a visitar a su mujer amada y entra en la casa pues ella no acude a su llamada. En el salón vacio destaca una mesa con una botella de alcohol, un telegrama y un disco que ya no suena. El muchacho se acerca a leer el escueto telegrama donde informan a Dorothy de que su marido ha muerto en combate. Y el adolescente comprende el dolor de la ausencia. Entonces aparece una Dorothy rota con necesidad de consuelo. Y sin palabras toma al muchacho porque busca ser amada y consolada. La entiendes como él la entiende.

Sin palabras, la despedida. Y él sabe que la vida no es sólo monótona sino dolorosa. Y cuando vuelve triste, a la casa de la playa, a la casa de la amada sólo encuentra una casa vacía y una carta. Dorothy se ha ido y sólo espera no haberle hecho demasiado daño. Sólo desea que la comprenda. Así vuelve la voz en off cuando un adolescente ya maduro explica, sin duda, que la entendió. Por eso la regala una nostálgica, sencilla y bella película.

Así Mulligan vuelve hacer un ejercicio brillante sobre la nostalgia y los tiempos pasados. Y vuelve, de nuevo, a regalar una historia sencilla que no simple…y deja un bonito personaje adulto.

Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.

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