Diccionario cinematográfico (105)

Gringo viejo: yo estaré siempre ahí para recordarles. Al joven general que quería transformar el mundo y al anciano escritor que quería despedirse de la vida a su manera.

Yo visitaré sus tumbas.

A Tomasito, al general Arroyo, aquel guerrero hermoso que me hizo mirarme a un espejo y verme hermosa. Aquel que me hizo bailar en pista de baile y sentirme mujer deseada. Aquel que me hizo sentir deseo y saber lo que eran dos cuerpos juntos. El que me contó que de pequeño quería tener el poder de parar el tiempo y luego ponerlo en marcha cuando él quisiera. Arroyo, inseguro y complejo, siempre menospreciado hasta que se dio cuenta de que podía luchar contra los que siempre le aplastaron, los Miranda. Aquel que luchaba por que la tierra fuera de los suyos porque aunque no sabía leer, creía en unos papeles con letras en los que creía que decía que la tierra era de los suyos. Que era injusto tanto sufrimiento y sumisión. Aquel al que no pude rescatar de su duro pasado, de sus contradicciones y ahí vivió el peligro de quedarse atrapado en el tiempo, en el tiempo en el que perdió cruelmente a los seres queridos. Aquel, siempre galante y con orgullo, bello, capaz de digerir sus errores y ser capaz, duramente, de darse cuenta del error. Estaba estancando el cambio, la revolución, por sus espíritus interiores que no le dejaban momento de paz. Como le dice un compañero, si nos quedamos estancados, la Revolución se para. Yo le vi caer, con orgullo, al grito de Viva México. Ahí no pudo detener el tiempo…

A Ambrose Bierce, el viejo y anciano escritor, el gringo viejo en busca de revolucionarios que quería despedirse del mundo no por ser anciano y decadente sino de otra manera. Se adentró en plena revolución. El gringo viejo fue el primer hombre, que a sus setenta y tantos, me hizo suspirar con las palabras y las historias más hermosas. Yo no sabía quién era, sólo le había visto una vez de espaldas. Y averigüe que no quería que nadie supiese su identidad. Sólo que abandonaba el mundo cómo él quería. Le metieron tres tiros a la espalda porque entendió que si no lo intentaba, Arroyo quedaría encerrado con sus fantasmas y olvidaría el motivo de lucha, el momento posible de cambio. Bierce era un hombre desencantado pero con brillo en los ojos e ironía en sus palabras. Había escrito, y mucho, su pluma había emborronado las páginas de un magnate, Hearts, y el siempre fue consciente de la dificultad de la verdad y la facilidad de manipulación del grande. Así que se fue retirando. Y él quería irse pero no quitarse la vida como los hijos amados, no morir postrado por la enfermedad. Él me tapó con una manta y me dio mi primer beso. Yo, ante su cuerpo muerto, me convertí en esa hija que alguna vez quiso abrazar, y yo en el padre ausente que sólo me dejó una tumba vacía.

Y como decían, el joven general y el anciano escritor hacían buena pareja. Pero él no era un hijo y el otro no era un padre. Y su relación, como todo lo que les rodeó, fue difícil pero llena de momentos íntimos, de verdades, de risas, de camaraderías, de reproches y de gritos. De vida y muerte.

Yo les recuerdo siempre a ambos. Ellos hicieron que me mirara de frente, al espejo. Me alejaron de la soledad y me hicieron consciente de que corría sangre en mis venas.

Yo visitaré sus tumbas.

Yo les recuerdo.

Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.