Wall-E (Wall-E, 2008) de Andrew Stanton

De nuevo una película de animación me conmueve y me devuelve buen cine. Wall-E o la historia de un robot muy humano, sensible, tierno y romántico. Wall-E es obra de la productora Pixar que eleva al cine de animación a la categoría de sueños inolvidables. Wall-E se alimenta del buen lenguaje cinematográfico, aquella narración que dominaron como nadie artistas de la época de oro del cine mudo. Sin apenas diálogo, sobre todo en la primera parte de la película, cuenta una historia que va calando hondo. Mucha poesía, riqueza en las imágenes y una ambientación envolvente con una banda sonora que acompaña las aventuras y desventuras de un pequeño robot, enamorado. 

Un pequeño y desgastado robot, solitario, que vive en un planeta tierra deshabitado que ha perecido entre basuras y contaminaciones. Pero él, realizando su trabajo metódicamente —recoge desperdicios y los va apilando en enormes torres como rascacielos—, va adquiriendo pequeños tesoros entre lo desechable. Y se va creando un hogar mágico, lleno de belleza entre todo lo inservible. Y nuestro robot es feliz cuando regresa, con su labor realizada, y disfruta de sus pequeños tesoros. Sobre todo de una vieja cinta vhs que pone una y otra vez donde los humanos, cantan, bailan, se enamoran… y se dan la mano. Y él baila, y canta e imita lo que ve hermoso… pero está solo. Junto a él tan sólo vive un pequeño animal de compañía que sobrevive a la catástrofe, no podía ser otra cosa que una cucaracha. Wall-E, el robot, tiene la soledad y la ternura de un Buster Keaton o un Charlot, su mismo humor poético, sus mismas artimañas para sobrevivir, su recuperación continúa ante la adversidad, su misma imaginación y como no su misma capacidad de enamoramiento. Es patoso y héroe a la vez, aunque a veces sea por accidente. Wall-E quiere amar y ser amado. Cumple sus sueños de, quizá, algún día poder dar la mano a la amada y bailar su música favorita cuando conoce a una robot extranjera y extraña, la fría y científica Eve. Que viene del espacio. La historia ya está en marcha. Y emociona. Ella investiga y busca vida en una tierra que parece muerta, no tiene éxito alguno. Hasta que Wall-E le hace un regalo, entre los muchos tesoros que esconde, una plantita verde en una bota —la que quizá podría llevar cualquier Charlot—. 

Todo tiene su sentido en esta película que bebe los vientos también del mejor cine de ciencia ficción (como en 2001, odisea en el espacio hay una especie de inteligencia artificial malvada y muchos otros guiños al género). Pero Wall-E conoce a Eve y corre tras la amada, aunque tenga que dejar la tierra. Aunque tenga que arriesgar su vida y su pequeño mundo. Y Eve se transforma y humaniza ante las atenciones del pequeño y maltrecho robot. Son ellos más humanos que los propios hombres deshumanizados y gruesos, por el poco esfuerzo, que se limitan a sobrevivir en un crucero espacial, sin sentimientos, sin pensar, sin recordar, son multitud más multitud incomunicada. Y es el capitán de este crucero perdido en el espacio el que tiene una de las pocas frases de la película, más frase conmovedora, “no quiero sobrevivir, quiero vivir”. 

Y, por todos los demonios, no quieres que nada le ocurra al destartalado robot más robot enamorado…, no quieres que sufra, y sientes la necesidad de que Eve le quiera y le de su mano más mano metálica. Wall-E además es película ecológica y porque no social, la incomunicación está detrás de cada puerta. Y todo esto de la mano de un pequeño y maltrecho robot con mucha humanidad dentro…, ¡¡¡y unos ojos!!! que no necesita articular palabra alguna para entender lo que ocurre en su alma de metal…

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