Con él llegó el escándalo (Home from the hill, 1960) de Vicente Minnelli

De nuevo un melodrama, y otro director sutil en el uso del lenguaje cinematográfico para contar una tragedia griega y familiar, exagerada hasta el paroxismo –como hacía nuestro buen Douglas Sirk–: Vicente Minnelli. El sensible director en el uso del color, los espacios y decorados no sólo empleaba su varita para la comedia musical o la comedia a secas, también fue un virtuoso en el melodrama. 

Y un claro ejemplo es esta película sobre el mundo rural y conservador norteamericano de los años cincuenta. Con un título castellano inexplicable, Minnelli cuenta en Con él llegó el escándalo la historia de una familia que se resquebraja y se hunde en los secretos, enfrentamientos, venganzas, infidelidades y, sobre todo, en la moral y forma de vida de los vecinos que les rodean –y que ellos mismos llevan, asumen y practican–. 

Minnelli se sirve de la adaptación cinematográfica del best-seller de William Humphrey para ofrecer un melodrama bien contado lleno de significados y simbolismos. 

Lo primero que hace es rodearse de un reparto adecuado. El cabeza de familia, Wade Hunnicutt, que representa lo que significaba el macho en aquellos años –y, a veces, por desgracia, ahora también–. Lo que se entendía y se entiende por virilidad, masculinidad…, tiene el rostro y el enorme cuerpo de Robert Mitchum que a pesar de ser un chulo, un mujeriego, un patrón, un cazador de escuela, un déspota, y de que para él ciertas maneras y costumbres de su hijo legítimo no sean las cualidades que él entiende debe tener un hombre…, se le escapa en miradas, en actitudes y manera de ser cierta ternura de hombre, en el fondo noble y con una moral propia, que, finalmente, le hace convertirse en víctima. Es increíble el matiz de Mitchum, capaz de que con su interpretación y claro está un guión adecuado, el espectador no odie a un machista cabrón (perdonen mi lenguaje pero sólo así se entiende el tipo de persona que encarna). 

Hay varias escenas que le redimen. Sobre todo cuando trata de explicar a su hijo que reconoce que tiene errores, que no es el mejor de los hombres, ni el mejor de los padres, pero que él es así y que no quiere ser continuamente juzgado. Como una especie de tómame o déjame, yo soy así, y así sabes que tienes que amarme, con mis virtudes y defectos. “Soy un ser humano”. 

Después tenemos a la bella Hanna, la madre, con el rostro de Eleanor Parker (actriz que cuando la ofrecían el papel adecuado demostraba su valía). Ella es toda una dama del Sur que va reprimiendo su odio y su herida por saber en el fondo que Wade nunca será de su propiedad. Mujer bella, exquisita, que guarda las formas, que sigue las convenciones morales-sociales y el papel que debe tener una mujer en aquel código…, que se vuelve egoísta, obsesiva, amargada y que quiere dominar y crear a su hijo tal y como ella piensa que debe ser un hombre, aquel hombre que le hubiera gustado ver en Wade. Un hombre educado, exquisito, con cultura y sensibilidad y sobre todo amante y devoto de su mujer. A diferencia de Wade, ella no ve sus defectos y siempre se siente víctima. 

Al final, cuando ya es demasiado tarde, hay un momento de acercamiento entre los dos, de limar asperezas, de dejar esa vida de apariencia y crear una verdadera relación…, pero conociéndolos el espectador sabe que hay buenas intenciones –los dos quieren al hijo legítimo y a su manera quieren lo mejor para él– pero que es difícil tratar de construir lo que tantos años han destruido. Pero el destino ni siquiera les deja intentarlo. 

Por último, los personajes, que tienen una relación más atractiva, y que hacen avanzar el drama: dos jóvenes, el hijo legítimo de este matrimonio (George Hamilton, quizá el menos carismático pero que conviene para su papel)  y el hijo bastardo de Wade (un sorprendente George Peppard –apareció en un mal momento para llegar a convertirse en estrella y sólo alcanzó la popularidad en los años 80 por su papel en la serie televisiva El equipo A pero al que tengo especial cariño por su interpretación y personaje en Desayuno con diamantes). 

En este drama rural, ellos son los protagonistas indiscutibles y hay un maravilloso y sutil cambio de papeles durante el transcurso de la historia. El hijo legítimo, que todo lo tiene (el reconocimiento del padre y de la madre, el imperio del padre, el lujo, el amor de la chica a la que ama, la juventud, la educación, la cultura, y que además, se descubre como un buen cazador…), lo pierde todo, se queda sin nada (tal vez recuperará su identidad y personalidad –que trata de adquirir y construir a lo largo de todo el metraje–) ante el hijo bastardo, el que en un principio nada tiene, y consigue absolutamente todo al final (el reconocimiento del padre, el amor de la misma mujer que amaba al legítimo, la aceptación de la madre del legítimo, un hijo al que cuidar, una casa, una familia…). Pero lo más hermoso y original de este melodrama es que este intercambio no es a través del enfrentamiento y el odio entre los dos hermanos sino a través de la lógica y acontecimientos de la historia. Los dos durante toda la película se respetan, se protegen, se cuidan y se quieren… 

En este melodrama de Vicente Minnelli todo tiene lenguaje propio. La vestimenta, la naturaleza, la caza del jabalí, cada habitación de la casa, los cementerios, las miradas, la composición de las escenas, la música que envuelve a los personajes, las lágrimas, las fiestas, la situación en el espacio de los personajes…, todo tiene sentido y hacen apasionante el estudio pormenorizado de esta historia aparentemente sencilla, clásica y bien contada. 

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