El violín (2005) de Francisco Vargas Quevedo

A veces el cine te regala un rostro y una voz inolvidable. “Se acabo la música”. Eso es lo que pasa con película pequeña —pequeña por los medios de los que dispone, por sus dificultades de distribución pero grande por lo que cuenta y cómo logra contarlo con escasez de medios— que te encoge el corazón y la cabeza ante lo que vislumbras y lo que oyes.

Tardaré tiempo en olvidar el rostro y la voz de Don Plutarco Hidalgo, un abuelo octogenario y músico rural reflejado por un hombre (que murió en el 2008, ya hace dos años) real no actor pero sí figura importante dentro de la música popular mexicana que dedicó su vida a su conservación, Don Ángel Tavira. Tavira-Plutarco que te llega al corazón con sus frases, su mirada o el movimiento de las manos —era manco, perdió una de sus manos en un accidente pero eso no fue impedimento para dedicarse a lo que amaba: tocar el violín—.

Así la película regala momentos mágicos e inolvidables gracias a Don Plutarco. Ese abuelo, que junto a su hijo (también sobrecoge la fuerza de su rostro, Gerardo Taracena) y su pequeño nieto Lucio (los ojos grandes de Mario Garibaldi), no sólo recorren lugares ofreciendo su música sino que también colaboran con la guerrilla contra el poder del estado opresor (representado por los militares) en una guerra dolorosa y cruel.

La premisa de la que parte es sencilla. La aldea de los tres protagonistas es ocupada brutalmente por el ejército de tal manera que no pueden aportar las armas que escondían en el maizal del abuelo a la guerrilla que espera en las montañas el momento de atacar. Y Don Plutarco sin perder nunca la calma y sabiendo que la vida es cabrona traza un plan para conseguir hacer llegar ese armamento perdido.

Así Don Plutarco, con su apariencia de abuelo músico y su sabiduría popular a cuestas se gana la confianza, con su burra, música y violín, del ejército que ocupa y sobre todo del capitán de la unidad (impresionante también Dagoberto Gama).

Y entonces surgen los cuatro momentos mágicos de la trama. La conversación bajo la luna llena de Don Plutarco y su nieto Lucio. Donde Plutarco trata de hacer entender a su nieto porque no están papá, mamá, porque de momento no pueden regresar a su hogar y porque no pueden regresar hasta que lleguen ‘tiempos buenos’. Don Plutarco narra una vieja leyenda ancestral a su nieto sobre por qué existen hombres ambiciosos que aplastan y oprimen a los hombres verdaderos.

La conversación entre Don Plutarco y el patrón para conseguir una burra que le ayude a llevar a cabo su plan bajo la atenta mirada del nieto. Y ese momento en que el patrón le dice que firme un papel en blanco (el patrón no se fía de Plutarco pero presupone que Plutarco sí debe firmar un papel en blanco como promesa para comprar su burra) y Don Plutarco que ya no tiene tiempo, con dignidad, planta su firma. Así nos regala esos viajes en burra que te encogen el alma.

La conversación entre Don Plutarco y el capitán del regimiento sobre la música y la vida. Donde el capitán del regimiento cuenta su admiración y amor a la música y narra su pasado proletario y humilde. Donde Don Plutarco se ofrece a enseñarle. Y los dos ríen y tal vez sueñan. La única vez donde el capitán parece un ser humano y la única vez que confiesa que no le gusta estar donde está…

Y el último momento en que vemos al abuelo Don Plutarco, digno y valiente, nunca derrotado a pesar del horror. Cuando sentencia al capitán y a todos los espectadores que “se acabó la música”. Y nos abandona a todos con un escalofrío.

Será difícil olvidar a Don Plutarco, sus palabras, su música al violín sin una de sus manos y su mirada…

Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons 

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