Siempre hay un mañana (There’s always tomorrow, 1956) de Douglas Sirk

Siempre hay un mañana es de esas películas que permiten un comentario amplio. Múltiples aspectos, visiones, miradas y detalles llaman la atención de esta obra que es por otra parte uno de los melodramas más desconocidos de Sirk en una época en la cual parecía que su éxito con este género no tenía techo. Siempre hay un mañana es una pieza de lujo, todos los cabos están sujetos y todos tienen un porqué. Douglas Sirk de nuevo da en la diana de obra maravillosa para el espectador y para el análisis exhaustivo. El director presenta un mundo que siempre parece simple pero está lleno de mensajes y complejidades que hacen que su filmografía sea rica y que cada nuevo visionado de una de sus películas te descubra nuevos secretos.

No cuenta con el color brillante de sus melodramas más famosos, aquí tuvo que emplear el blanco y negro pero tratado con sumo cuidado por uno de sus directores de fotografía habitual, Russell Metty. Y se trata también de otro de los famosos remakes que Sirk realizó de grandes melodramas de los años treinta sobre todo de John M. Stahl pero pasados por el espíritu de los cincuenta. Esta película no toma al adorado y exitoso Stahl sino que se decanta por un desconocido Edward Sloman y un olvidado melodrama del año 1934.

Son infinitos los detalles a tener en cuenta. En un primer lugar, los actores elegidos para interpretar el supuesto triángulo que se desarrolla en la trama. Barbara Stanwyck, Fred MacMurray y Joan Bennett son todo un acierto y los tres están magníficos en sus papeles. Sirk cuenta con la química que ya existía entre unos maduros Barbara y Fred que ya habían sido pareja cinematográfica con buenos resultados en dos películas de los años cuarenta: una comedia del siempre interesante Mitchell Leisen, Recuerdo de una noche (1940) y de una obra cumbre del cine negro y de Billy Wilder, Perdición (1944). En Siempre hay un mañana no decepcionan. Él está perfecto como Clifford Groves, un hombre dormido en la monotonía y en la rutina de su trabajo y vida familiar que descubre que no es feliz, que no es lo que quiere para el resto de su vida, para el mañana. Y ella es Norma Miller, su nombre de soltera, o Norma Vail, su nombre de divorciada, que hace una elección en su vida, acoge la vida profesional de éxito y sacrifica su vida personal, y también se pregunta si es eso lo que quiere para el mañana. En este momento crítico de ambos se vuelven a encontrar. La tercera pieza del triángulo es una maravillosa y eficaz Joan Bennett que clava su papel de esposa convencional de los años cincuenta totalmente inmersa en la rutina y en el papel que la sociedad le ha destinado y orgullosa de ello, se niega a ver más allá, no lo ve necesario. Y la Bennett (aquella musa del cine negro y de las femme fatales de Lang) se convierte en esposa norteamericana férrea representante de una moral que no permite fricción alguna.

Sirk era un director inteligente y crítico a través de un género no muy dado precisamente a la crítica social. Sirk es incisivo. Siempre hay un mañana presenta con fuerza una doble mirada. Para espectadores, con vidas similares a los de los protagonistas, en esos años cincuenta, la película cumple todos los requisitos del sueño de la vida americana. Un hombre hecho a sí mismo con un negocio de juguetes próspero que ha fundado además un hogar y cuenta con una familia intachable de una esposa entregada y tres hijos con expectativas de futuro y todos los caprichos y problemas de la vida resueltos. El padre de familia tiene una crisis cuando vuelve a encontrarse con una antigua compañera de trabajo por la cual, sin duda, en su día se sintió atraído. La antigua compañera, una mujer triunfadora en el ámbito laboral y divorciada vuelve a revivir con ese padre de familia una historia de amor que nunca terminó. Ve una oportunidad de llenar un espacio que no ha tenido tiempo de llenar.

Dos de los hijos, sobre todo el mayor, ven la amenaza de la destrucción de su familia por la llegada de esa antigua compañera y harán todo lo posible porque esto no ocurra. Al final, los hijos consiguen su objetivo, recuperar al padre de familia entregado a su negocio, a su esposa, mujer e hijos…, y la otra, subida en un avión de vuelta a Nueva York. La familia y su modo de vida han sido salvados.

Pero otra mirada descubre un auténtico drama y una visión muy distinta a la que en párrafos anteriores he esbozado. Y ese “happy end” aparente en el fondo es una total tragedia para absolutamente todos los personajes. La película pone el dedo en la llaga: cuenta lo que supone una elección en la vida. Con sus ventajas e inconvenientes y cómo depende el mañana de estas decisiones. Habla de cómo, en esos años —y ahora también— el individuo es marcado por el entorno, las circunstancias y el modo de vida impuesto…, y que si se sale de esas premisas está perdido por el que dirán y otras convenciones sociales.

Como es habitual en las películas de Sirk presenta a una generación de jóvenes absolutamente egoísta e insoportable, preocupados más por la apariencia, los logros sociales y la consecución de una vida cómoda. Son mucho más esquemáticos y conservadores que sus mayores y mucho menos comprensivos. En esta película sólo se salva de esta visión la novia del hijo mayor. Los hijos de Cliff son absolutamente odiosos y los desencadenantes del drama. No les preocupa tanto el que su padre esté cansado de la rutina y la vida que lleva (que también él ha contribuido con lo que ha ido construyendo a lo largo de su existencia) como la posibilidad de que su familia se rompa y pierdan una estabilidad que les resulta cómoda, que les protege. La esposa es otro personaje muy interesante desde otra óptica, ella asume totalmente su papel de esposa y madre entregada y no escucha ni duda un momento que no esté haciendo lo correcto, recibe lo que la vida le da sin un atisbo de esfuerzo o pensamiento, no quiere dudar, no duda, no escucha, no mira, no analiza…, todo es normal y convencional y así debe seguir. A su marido no le pasa nada, sólo está cansado o tiene problemas en la oficina. Todo correcto.

Los dos amantes están atados por una elección en sus vidas. Y en un momento se plantean que hubiera sido el mañana si hubieran decidido otras existencias. Qué hubiera pasado. Ellos niegan la derrota, la rutina, la monotonía hacía la muerte. Ellos, aunque daña, se atreven a sentir, a equivocarse, a sufrir, a amar, a intentar que la vida todavía tenga dosis de aventura. No quieren ser muertos en vida. Todo correcto. Pero cuando quieren dar el salto y sopesan las consecuencias (sobre todo ella, mucho más cerebral y centrada) no se atreven a darlo. Deciden, para dolor total de ambos, continuar con el mundo que conocen, con el mañana que sabe les espera, con lo que fueron decidiendo a lo largo de la vida. Ni mejor ni peor. Sólo distinto.

Y entonces ese trueque de Happy End duele. Porque Cliff seguirá siendo ese robot (como uno de sus juguetes) que se levanta por las mañanas, va a la oficina, trabaja, paga las facturas, educa a sus hijos, acompaña a la esposa, come y duerme… Su esposa seguirá, sin dudar un momento, en su papel de compañera y madre perfecta sintiéndose cómoda en su rutina que nunca ha querido ver amenazada. Y la posible amante seguirá triunfando en la vida laboral y en las relaciones sociales a pesar de que siente un hueco vacío en su vida personal, un hueco vacío porque la duele, porque ama y nunca tuvo oportunidad de cerrar una historia de amor que nunca fue.

¿No es portentoso todo lo que nos cuenta Sirk en una película de apariencia sencilla y poco compleja?

Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.

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