Diccionario cinematográfico (109)

Cuadros: hay cuadros que traen el pasado, atrapan el presente o tienen connotaciones mágicas. Hay retratos de la persona amada u odiada. Hay pinturas que expresan el mundo interior. Hay imágenes que a golpe de brochazo esconden un secreto o misterio. Algunos llevan a la locura otros a la curación. Cuadros que a través del cine cuentan o narran una historia en imágenes.

Me sumerjo en el retrato de la mujer-sueño, en una Laura etérea que enamora al detective hosco. Exploro la historia de la joven de la perla, esa joven con turbante y pendiente, bella y clara. Sufro con el autorretrato de un pintor que se mutila la oreja que vive atrapado en una habitación de proporciones imposibles.

Bailo en un París encantado por impresionistas o con los cuadros de prostitutas de un triste enano con cara de Toulouse Lautrec. Me dejo llevar por el retrato etéreo y fantasmal de una joven Jennie o estoy atrapada por el misterio que no deja dormir a un detective con vértigo que ve como la mujer amada, rubia con moño y un camafeo, se sienta horas y horas frente al retrato de una mujer de siglo pasado en un antiguo museo.

No quiero hacer un pacto con el diablo y ser inmortalmente joven y atrapada en un retrato como el desgraciado Dorian Gray. Tiro desgarrada una taza de café, miro con odio o lanzo un vaso de alcohol hacia el tirano que ha amargado mi vida o destrozo despechada el cuadro que lo inmortalice en melodramas que encienden mi espíritu.

El misterio me envuelve ante la mujer del cuadro o hacia la pintura naif de un pobre hombre, que oh perversidad, pierde su autoría ante la mujer fatal. Lloro desconsolada por ser mujer normal y vulgar y no alcanzar el misterio y la belleza de una Rebecca cualquiera.

Pero también tiemblo ante los cuadros que inmortalizan historias que después puedo imaginar. Como esa Juana la Loca que vela a un Felipe el Hermoso en macabro cortejo por tierras áridas. O ese rey pasmado que enloquece de pasión y lujuria ante una modelo desnuda que se mira al espejo. Me quedo de piedra cuando en película francesa queda para siempre inmortalizados los trazos del gran Renoir a la orilla de un río o en una comida en el campo. Instantes de felicidad.

O me enternezco ante la mirada de ese amante señor casado que suspira viendo el cuerpo desnudo y pintado de la hermana de la propia esposa a la que desea con locura. Me llena de ternura ese pintor intelectual y desgraciado que aprende de la sencilla y feliz vida de su jardinero y que le sirve de nuevo para inspirarse y realizar una colección de cuadros que alimentan su sentido del arte. Lágrimas melodramáticas salen de mis ojos cuando ese escritor bohemio recuerda ante mural de un café, el rostro de la mujer amada y su historia en París. Me da pena ese anciano que siente como su cuerpo no responde pero sigue excitándose y amando la belleza de un cuerpo femenino desnudo, de una venus en un cuadro que no le hiere y de una venus-lolita real que le echa en cara que es viejo.

Los cuadros guardan secretos históricos como la última cena de Leonardo da Vinci, ya nos dice que es un código. O ese cuadro que inmortaliza una partida de ajedrez y oculta a la vez la solución de un asesinato del pasado.

U otras películas nos emocionan porque hablan de hasta qué punto ciertos cuadros tienen un valor tan incalculable y tan valioso que se defienden en tiempos de guerra con la vida misma. Así nos dejamos arrastrar por ese poderoso Burt Lancaster que defiende junto a un montón de hombres un tren lleno de cuadros que estaban en los fondos y museos de París y que los alemanes quieren para ellos mismos. Lancaster y otros impedirán que esos cuadros lleguen a la Alemania nazi cueste lo que cueste. O ese humilde celador del museo del Prado que en plena Guerra Civil hará lo imposible por salvar un pequeño autorretrato de Goya.

Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons. 

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