Marlon Brando

Nunca hubo hombre como Brando. Hermoso hasta decir basta en su juventud y madurez, luego hizo gala del descuido. Marlon Brando fue una persona que demostró ser siempre especial y que nunca le quitó el sueño una de sus armas, la belleza. 

Su personalidad de hombre complejo queda escrita en una autobiografía interesante (Las canciones que mi madre me enseñó, editorial Anagrama. Lectura que recomiendo) donde queda uno de los rasgos de su personalidad que más supo sacar el director Elia Kazan, bajo el rostro de un hombre brutal y vital, casi sin sentimientos, se descubre otro rostro de un hombre dulce y tierno que desea ser amado. 

Lo elevé al Olimpo de los dioses de la sala oscura hace muchos, muchos años, en un ciclo donde devoré la mayoría de sus películas. Después, mi declaración de amor creo que se convertirá en eterna. De hecho una de mis películas favoritas –de esas que me llevaría a una isla desierta– tiene a Brando como protagonista: La ley del silencio (1954) que diría me sé escena por escena. Todavía tiemblo en esa conversación entre hermanos o con esa historia de amor junto a Eve Marie Saint. 

Ya en Hombres (1950) mostró además de una belleza sin límites (sé que me repito pero no puedo evitarlo) que era capaz de construir un personaje hasta las últimas consecuencias. Aquí, Brando aprendió a manejarse en una silla de ruedas para hacer más verídica su representación. En Hombres se mostraba como un joven que la Segunda Guerra Mundial le postraba en una silla de ruedas. 

A Brando ya se le conocía como un fenómeno en los escenarios de Broadway con su representación de Stanley Kowalski del director Elia Kazan, que tiene la oportunidad de pasar el drama de Tennesse Williams al celuloide. La fuerza de Brando desarma y se rodea de un elenco de grandes actores que hacen de esta película una pequeña joya. Vivien Leigh como Blanche o Kim Hunter como su esposa logran sacar el mito sexual de un hombre que se rasga la camiseta al pie de una escalera y grita desesperado el nombre de Stella. Ambas dejan reflejar al Stanley más tierno o al Stanley más bruto, sin sensibilidad alguna. Ahí Marlon ya emplea otra de sus armas que llena su filmografía de momentos grandes, su sonrisa. Un tranvía llamado deseo (1951) sólo tiene un rostro de Stanley. 

Al año siguiente se planta un bigote y unos andares de campesino y crea a un héroe idealista. Se juntó con otro rostro fuerte, Anthony Quinn, y el guión de John Steinbeck y nos dejaron a un Emiliano Zapata para siempre. Así como una escena escalofriante de un Brando que, en escenas memorables, sufre la destrucción del cuerpo, un Zapata solitario acribillado a tiros. De nuevo, Viva Zapata de Elia Kazan le eleva al altar de la sala oscura. 

En 1953 se convierte en motero apático en película pequeña, con un Lee Marvin pasado de rosca –cómo le sentaban esos papeles– y con su cazadora de cuero y su gorra nos deja una escena de sonrisa genial para que sus admiradores rebobinen una y otra vez (sigo conservando vhs que se cae a pedazos). Él es Salvaje capaz de sonrisa tierna. 

También, ni corto ni perezoso, y con pecho descubierto, se atreve a dar su especial versión de un Marco Antonio, perfecto de busto romano incomparable. Su personaje en Julio Cesar le muestra susurrante y héroe honesto hasta el final. Su fuerza física y la riqueza de su personaje le hace brillar en el mundo shakesperiano pese a las dudas de los más puristas. 

En 1954 se convierte en Terry Malone, ese joven ex boxeador desencantado y sin esperar nada de la vida que pasa sus días entre el grupo mafioso que tiene a su hermano como uno de los líderes. Un grupo de mafiosos que se ha apoderado de los muelles y el sindicato y hace vivir a los trabajadores en la ley del silencio. Terry es la historia de un despertar de conciencia y de un hombre que busca la redención. Elia Kazan hizo La ley del silencio en un momento crítico de su carrera cuando ya había repetido los nombres de compañeros, simpatizantes o pertenecientes al partido comunista, en el periodo de La Caza de Brujas (que como he repetido en más de una ocasión dedicaré un post). Terry, pese a las dobles lecturas, es uno de los héroes que más me conmueven. Al final, tras una brutal paliza, tiene que cruzar un largo camino para liderar a sus compañeros hacía, quizá, tiempos mejores. 

A partir de este momento y hasta 1958 su carrera comienza a pasearse por el mundo de las superproducciones que funcionan más mal que bien pero no exenta de piezas cinematográficas curiosas. Trabaja en dos papeles junto a Jean Simmons. En Desirée se convierte en un Napoleón con más pena que gloria. Pero, está absolutamente encantador como jugador empedernido y enamorado de una encantadora mujer (Jean, claro) del Ejército de Salvación. Ambos nos deleitan con sus voces y unas canciones bajo la luz de la luna cubana en Ellos y Ellas. Después juega al transformismo en la aburrida La casa de té de la luna de agosto, Brando se convierte en un japonés que va de gracioso. Y, por último encarna a héroe romántico en plena guerra de Corea que bajo música pegadiza se enamora de una japonesa en Sayonara. 

Termina la década de los cincuenta con dos producciones muy interesantes. En El baile de los malditos se tiñe de rubio y encarna a un oficial alemán en la Segunda Guerra Mundial. El militar, que defiende y cree en el partido nazi, descubre el horror más atroz y se da cuenta de que no es eso en lo que él creía o apoyaba. Otro héroe que se conciencia y redime. Un personaje complejo que un Brando de pelo dorado borda. Al otro lado del océano nos encontramos con las historias de dos soldados norteamericanos (uno de ellos judío) con los rostros sorprendentes de Dean Martin (que en este tipo de papeles demostraba que era más que un cantante o showman) y Monty Clift (como siempre uno de mis atormentados favoritos). 

Y vuelve a brillar en un drama sureño de Williams. Es una película tan oscura y triste. Tan decadente. Que no hizo que el público corriera a las pantallas. Pero me quedo con Brando y su cazadora de piel de serpiente, y su guitarra, y su héroe trágico, sin escapatoria. Al lado de la trágica entre las trágicas, una brillante y triste Ana Magnani en su corta carrera norteamericana. Ambos son grandes en sus escenas juntos. Piel de serpiente es una rareza con la que merece la pena reencontrarse. 

Los años sesenta no son brillantes en la carrera de un Brando de rostro más maduro y todavía muy hermoso. Pierde la cabeza en la dirección de un western extraño en el que se deja pegar brutal paliza, El rostro impenetrable. Es uno de los tantos actores que protagoniza una nueva versión de Rebelión a bordo. Con alguna escena que recordar pero con más pena que  gloria, como su Napoleón. No logra divertir al respetable público en una producción que pretendían ser comedia elegante, Dos seductores. Tiene que llegar Arthur Penn para hacerle protagonista, de nuevo con paliza incluida, en una gran historia, La jauría humana. En una jornada de calor, el sheriff (genial Brando) de una pequeña localidad es el único que no pierde la cabeza y trata de salvar a un Robert Redford fugitivo. 

En 1967, de nuevo toma el papel de militar complejo junto a una incombustible y erótica Liz Taylor, insatisfecha. Brando se descubre seducido y, quizá enamorado, de un joven soldado. Película extraña del gran John Huston. Brando, atormentado, da lo mejor y más triste de su ser. En el guión de Reflejos en un ojo dorado ya sale el nombre de Francis Ford Coppola que resucitará al mejor Brando en los setenta. Este mismo año despide también la carrera como director de Charles Chaplin en una comedia de las de antes, ya pasada y por eso llena de encanto. La condesa de Hong Kong muestra la química y la diversión del equívoco junto a un Marlon Brando afable, romántico y de sonrisa perpetua y una Sophie Loren divertida. 

La carrera de Brando está en un punto bajo. Sin embargo, los amantes de la sala oscura quedan deslumbrados por una nueva transformación de este actor que sale absolutamente desconocido y alejado de su imagen física y de su mito erótico para ser el inolvidable Padrino en 1972. Un joven y loco Coppola confía plenamente en el actor, cuando ya nadie apostaba por él. Nadie olvida su voz rota, o quizá, ronca, su bigote, su traje negro y sus caricias a un gato. El Padrino rige la vida de cada miembro de su familia y es el rey de la mafia. 

Al año siguiente regresa, de nuevo maduro y atractivo, pero con arrugas de hombre vivido y decadente, en la sensual y tremendamente triste, El último tango en París. Dejando a parte las connotaciones sexuales y lo que supuso en la época, Marlon refleja como nadie el horror de la soledad y el abandono. 

Un Brando, ya en condición de mito, decide aparecer en papel por dinero en una película mítica de finales de los setenta. Se convierte en el padre de Supermán. 

Coppola vuelve a confiar en él en papel secundario y tremendo. Brando, calvo e inmenso, sumergido en el horror de Vietnam, se mete de lleno en el corazón de las tinieblas como el coronel Kurtz en Apocalypse Now. Su último gran papel. 

Después, el mito erótico por excelencia y el actor por antonomasia de los cincuenta, se convierte en su propio fantasma, cada vez más orondo y trágico. Aparece esporádicamente en producciones con papeles secundarios como un actor de ayer. En los noventa destaco las películas junto a un actor que le adoraba, Johny Depp (otro camaleón): una comedia que le devuelve la sonrisa de ayer, Don Juan de Marco, y un drama que le reserva un papel triste, por malvado y siniestro, en The Brave. 

Marlon Brando nunca abandonará el Olimpo…, yo se que él nunca se fue. Cuenta con demasiadas sonrisas y héroes trágicos que nos lo devuelven una y otra vez a la sala oscura. 

 

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