Jeff Bridges

A Jeff Bridges le recuerdo como uno de mis primeros mitos cinéfilos. Era pequeña pero ya le sentí bello. Me encontraba en un salón de actos que había programado Starman (1984) y, con esta película extraña, de un extraterreste que toma forma humana, rostro de Jeff, me jure seguirle por los años de los años cinéfilos. Yo entendía a Karen Allen, porque al ser de otro mundo no se le ocurría otra cosa que tomar el cuerpo de su esposo ausente, muerto. Y, ella no podía evitar enamorarse. Pero Jeff tenía que regresar a las estrellas, y necesitaba su ayuda. 

A partir de ese momento le he seguido tras la sala oscura. Le sentí joven y vividor en esa maravilla que es La última película (1971) de Peter Bogdanovich. El fin de un remoto pueblo americano y le seguí cuando su personaje se hace ya mayor y desencantado en Texasville (1990). 

No se por qué pero a Jeff le sientan bien los personajes perdedores. Y, con ellos te llena y cautiva. Te encandila cuando le ves inocente, pícaro y tierno en esa ópera prima de Michael Cimino, Un botín de 500.000 dólares (1974). Es el compañero fiel de Clint Eastwood. Bridges es el joven soñador con cara de perdedor.  

Para mí subió a los altares de la sala oscura con tres personajes y tres películas que no me canso de ver una y otra vez. Imagino que estoy, ahí, observándole, y que al final el perdedor sale del pozo me coge de la mano. Y no sé, no me imagino el final. Los fabulosos Baker Boys (1989) de Steven Kloves, El rey pescador (1991) de Terry Gilliam y Corazón roto (1992) de Martin Bell son mi trilogía sagrada de Jeff. 

Ese pianista con miedo a ser un perdedor o a ser brillante, que se esconde en un piso con un perro y una niña con problemas, que va con su hermano de club en club de poca monta, que tiene miedo a querer y ser querido. A ser herido. Y, claro, cuando se cruza en su camino una mujer que ha sufrido con traje rojo y voz susurrante pierde los papeles. 

Ese egocéntrico locutor de radio que espera su éxito en una serie de televisión en que tiene que ser gracioso gritando forgive me y luego es lo que espera, que alguien le perdone por haber sido cruel, egoísta e inconsciente. Y se toma una botella tras otra y se consume en su desgracia y no se da cuenta de que vive al lado de una mujer buena y sexy. Que trata de redimirse a través de un sin hogar con problemas de salud mental que le hace darse cuenta de ese otro mundo y le enseña la belleza en lo feo. Y le muestra los encantos de estar desnudo en un parque de Nueva York mirando las estrellas. 

O es ese maravilloso ex recluso que desde pequeño sólo ha aprendido a correr, sin parar, sin rumbo, para sobrevivir. Que no quiere caer de nuevo en la delincuencia pero no puede. Que va con su coleta, su cazadora de cuero negro, su bicicleta y su pequeño ukalele. Y, de pronto, no sólo se encuentra con la libertad sino con un hijo adolescente que quiere seguirle y vivir con él. Que quiere admirarle. Y él no quiere cagarla. Y sigue corriendo porque desea llegar a Alaska y sentarse a pescar. Y sobre todo descansar de la perra vida. 

Después le he seguido en sus trabajos jóvenes, en sus trabajos maduros. Y él fue Tron, que risa los informáticos y matrix de hoy si se fijan en un Jeff dentro de un ordenador, con efectos tiernos. O que me dicen de enamorado de una bella rubia que es amada por una bestia, King Kong. O se convierte en visionario o loco en un Tucker aburrido. O más allá se transforma en un tímido profesor al que le cuesta darse cuenta de que está enamorado de un patito feo pero muy bello y lleno de personalidad que se llama Barbra Straisand. O de pronto se da cuenta de que salvarse de un accidente de avión, le produce efectos secundarios extraños. O nos aterroriza en Arlington Road y nos traslada a un mundo donde tu peor enemigo puede ser el vecino. O se transforma en un entrañable tipo, al que todos conocen como el Nota, un hippie pasado de rosca a la fórmula Coen. O se sigue mostrando bello, desencantado y perdedor en ese triste canto a la pérdida que es Una mujer difícil. O, de nuevo, se envuelve en el viaje paranoico de un Terry Gilliam pasado de rosca… 

Como me dije en aquella sala oscura viendo a Starman, seguiré por los años de los años cinéfilos, pidiendo a gritos un Jeff Bridges en la pantalla. Es el hombre de las estrellas. 

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