Buscando chispas en estrenos de cine descafeinados…

Ristra de estrenos veraniegos… y la cartelera ha sido algo descafeinada (seguro que me he perdido tesoros que no he podido abarcar). He visto bastantes películas pero ninguna redonda. He tenido que buscar las chispas. No he vibrado ante ninguna de las que he visto. Pero en todas…, algo se vislumbraba. Estas son las chispas. Animales de compañía que significan mucho más, familias desestructuradas que se estructuran, soledades, amores tardíos, segundas oportunidades, supervivencia, miedos profundos, muerte, luz al final del túnel, actores que iluminan o llenan la pantalla, directores que siguen su estela… Y de propina dos antecedentes.

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Casa de Tolerancia (L’apollonide. Souvenirs de la maison close, 2011) de Bertrand Bonello

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Recuerdo que solo se estrenó en una sala en Madrid y que me quedé con muchas ganas de verla. Se me escapó en su momento. Ayer desayunando, estaba leyendo una revista y me encontré con que la Filmoteca Española la proyectaba esa misma noche en su sección Si aún no la has visto. Y me dije, no la he visto y tengo que aprovechar esa oportunidad. Y mereció la pena la visita a esa preciosa sala 1 del cine Doré.

Casi al principio hay una conversación clave entre un cliente y una prostituta que define la esencia de esta película de Bonello, absolutamente demoledora. La prostituta le dice que entre las cuatro paredes de ese burdel de lujo apenas cambian las cosas, muy poco a poco, apenas se percibe. Como la vida misma, como la Historia. Cuando se está dentro parece que los cambios se producen con lentitud, visto desde lejos, con la perspectiva del tiempo… se notan y sienten esos cambios. Precisamente la prostituta que tiene esta conversación sufre un cambio radical tras una agresión brutal. Pero lo demoledor (y eso se refleja perfectamente en la escena final) es que en esencia los seres humanos apenas han cambiado y por eso se repiten una y otra vez ciertos comportamientos que dañan, que duelen.

Casa de Tolerancia narra la historia de un burdel de lujo parisino durante algo más de un año, justo al final del siglo XIX… cuando se va a dar el cambio de siglo. Prácticamente toda la película transcurre en el interior, excepto una excursión que realizan la madame y sus jóvenes pupilas al campo (como un respiro ilusorio de libertad). Casa de Tolerancia es como la cara oscura del episodio de otra casa de tolerancia de El placer de Max Ophüls (la maravillosa adaptación del cuento de Maupassant, La Casa Tellier). Por algunas conversaciones entre los clientes y las prostitutas podemos situar históricamente la trama. En un momento se habla del caso Dreyfus (que tendrá repercusiones demoledoras, precisamente en una de las prostitutas que su apodo es La judía). Y luego se nombra también la situación económica de los clientes de la casa: políticos, aristócratas ya en un periodo de decadencia y una consolidada y cada vez más rica clase empresarial (sobre todo del mundo textil). Todos los clientes exteriormente se muestran impecables, exquisitamente educados y señoriales… e interiormente decadentes, llenos de perversiones y sin ningún escrúpulo a la hora de sentir el placer… Algunas prostitutas sueñan con que su vínculo con sus clientes las va a sacar de la situación en la que se encuentran pero de una manera u otra siempre se dan cuenta de que solo es un sueño o un deseo irrealizable.

En esa Casa de Tolerancia sus clientes desconectan del exterior y solo se dedican al placer y la sensualidad así como al cumplimiento de sus fantasías sexuales. Bertrand Bonello (en su primera película estrenada en España y ahora a la espera de Saint Laurent) recrea ese ambiente con exquisitez, belleza y elegancia. Pero a la vez va profundizando en el mundo y en el alma de las prostitutas y en la ‘cárcel’ en la que están encerradas. Si pueden llegar a no hundirse es por una especie de solidaridad femenina que las hace apoyarse y quererse unas a otras. Y la seguridad que de alguna manera, aunque una seguridad cárcel, que las da el vivir en esa casa (algo que está a punto de desaparecer y romperse…, están abocadas a un cambio drástico de su situación… pero no a un cambio en sus vidas y profesión, seguirán atrapadas… hasta el tiempo presente). Ante la belleza estética de las imágenes y de este mundo de sensualidad, que se convierte casi en un imaginario onírico, Bonello introduce sabiamente un submundo agobiante, con notas de pesadilla, que muestra a la vez la decadencia moral de un mundo que se desmorona y donde las chicas se convierten en víctimas de una sociedad que las atrapa, las deja sin salidas y las devora con crueldad (y que se perpetua en el tiempo).

Bonello además se arriesga formalmente al contar esta historia y desde luego el visionado de Casa de Tolerancia no pasa desapercibido. Es un abanico de opciones sensoriales y auditivas que crean un espectáculo visual que envuelve. No solo sus travellings o sus pantallas partidas o las voces en off sino también el inteligente uso de una banda sonora que crea unos efectos que logran una sensación de extrañamiento (ante los anacronismos… como esa escena de las prostitutas en un momento dramático y de clímax bailando entre ellas Night in white saten) e hipnotismo ante lo que estamos viendo. A veces parece que toma el punto de vista de una de las prostitutas (ese es otra de sus características formales el cambio del punto de vista que provoca la repetición de escenas) que trata de huir de su malestar espiritual y su desencanto fumando opio… y efectivamente esa es la sensación, como si los espectadores estuviéramos pasándonos esa pipa de opio unos a otros. Además esa sensación onírica hace que se llegue a momentos grotescos y a otros momentos de signo fantástico. Se crea también un universo femenino especial que es secundado por un reparto de actrices que dejan en pantalla toda su naturalidad y sensualidad además de ir dotando a cada uno de sus papeles de una personalidad trágica.

Bertrand Bonello va dejando así una radiografía de una casa de tolerancia de lujo de finales de siglo y deja ver su espíritu. Sus momentos de placer, sus miedos, sus risas, sus desgracias, sus humillaciones continuas… en un mundo cerrado que no tiene piedad alguna. Así vemos historias que nos van desgarrando como la prostituta que es agredida brutalmente y marcada por uno de sus clientes que la rasga la boca dejándola una sonrisa perpetua, la joven de provincias que llega a la casa para ejercer de prostituta, aquella que está ya cansada de su situación y que se da cuenta de que prácticamente es imposible salir de ese bucle (todas terminan endeudadas con la madame que las ata a la casa sutilmente) y se consuela con el opio hasta que llega un momento en que se ilusiona pensando que quizá un cliente le permita huir, o la otra que es la alegría y sensualidad de la casa hasta que contrae sífilis o los problemas económicos de la madame para mantener la casa en funcionamiento (con todo lujo de detalles, champán en copas de cristal, atuendos, peluquería, atenciones y revisiones médicas…).

Casa de Tolerancia muestra a un cineasta galo a tener en cuenta capaz de un virtuosismo visual evidente pero también nos arrastra a una mirada de la Historia bastante interesante que deja varias reflexiones y tesis para analizar.

 Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.

Dallas buyers club (Dallas buyers club, 2013) de Jean Marc Vallée

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Dallas buyers club presenta de nuevo la efectiva fórmula de David y Goliat. El ciudadano de a pie contra las grandes corporaciones o multinacionales. Esta fórmula casi es un género en el cine norteamericano. Así recordamos películas que recorren esta lucha titánica como Veredicto final de Sidney Lumet, Legítima defensa de Francis Ford Coppola, la misma Philadelphia de Jonathan Demme (con la misma temática pero un tratamiento muy diferente) o Erin Brockovich de Steven Soderbergh. Y todas, de alguna manera (y siendo unas más irregulares que otras), a pesar de ser fórmula conocida, llegan al espectador. La lucha de David contra Goliat es un argumento o una trama que engancha. Luego está las armas con las que cuente el realizador y todo su equipo para que esa fórmula sea más interesante, más innovadora o más original a la hora de plasmar un punto de vista…

La aventura americana del canadiense Jean Marc Vallée cuenta con varios elementos que hacen que la fórmula vuelva a funcionar (y que no se haga más hincapié en sus debilidades de trama). Y la primera (y que salta a la vista y más sencilla) es el carisma y la interpretación de dos personajes (aunque uno de ellos podría haberse aprovechado mucho más porque su interpretación y las posibilidades del personaje eran enormes). Se ha hablado mucho de los dos pero verlos en pantalla explica y confirma que sí, que ambos están maravillosos. Me refiero a Matthew McConaughey y Jared Leto. No solo hay que valorar (que eso siempre encanta a los académicos de los Oscar) su transformación física porque puede haberla pero luego no conseguir una buena interpretación. Sino los matices que consiguen ambos para convertirse en esos personajes. Así al ver a McConaughey ves a un vaquero que en un principio reúne todo un conjunto de cualidades detestables y de pronto ante tus ojos se va transformando, debido a las circunstancias, en un vaquero que no se rinde, y que como dice morirá con las botas puestas… Y Jared Leto realiza no solo un cuidado trabajo de caracterización sino que es un travestí, en sus movimientos, en su forma de mirar, de andar, de comportarse… y un travestí muy bello. Y es ese personaje el que creo que se podría haber desarrollado muchísimo más porque es súper potente la relación que se establece entre los dos.

Para poder observar los matices de Matthew McConaughey, basta con analizar dos escenas muy diferentes. No hay nada más difícil que una llorera a cara descubierta… y McConaughey tiene una escena impresionante que refleja toda la angustia del personaje con una llorera a cara descubierta dentro de un coche. Otro momento es más sutil pero es maravilloso. Durante varias veces su personaje se mira al espejo… pero una de las veces se mira y de pronto vemos que en su rostro, fugazmente, se vislumbra una sonrisa…

Pero como he dicho antes lo de sus actores protagonistas es lo más evidente. Un aspecto de la trama convierte esta película en carne de un buen debate. Es importante ubicar la época en la cual se desarrolla la historia: el SIDA empieza a arrasar y muchos enfermos van muriendo de manera fulminante. Hay muchísima desinformación. El punto de partida para muchos, cuando se empezó a oír realmente sobre esta enfermedad fue cuando Rock Hudson públicamente habló de su homosexualidad, su enfermedad y fallece en 1985 (y así se refleja en la película donde el protagonista y sus amigos hablan sobre Hudson). El protagonista un personaje real tras un accidente laboral es informado de que tiene el VIH y que apenas le quedan días de vida.

Es obvio que el vaquero comienza traficando con unos medicamentos… pero unos medicamentos que son mucho menos perjudiciales, bastante más sanos y con resultados más positivos que aquellos que son permitidos por el gran organismo del estado, FDA, que se alía con los ‘negocios’ de las farmacéuticas (y a los que no les interesa permitir la ‘legalidad’ de tratamientos mucho mejores pero más baratos). Así cuando en un momento le acusan de traficante, él irónicamente les dice que ellos son mucho más piratas y traficantes que él. Lo paradójico es que la actividad ilegal que realiza el vaquero junto a sus colaboradores tiene un efecto más sanador y es más beneficiosa para todos aquellos enfermos de SIDA que estaban muriendo rápidamente por las ineficaces pruebas con peligrosos medicamentos a los que estaban siendo sometidos en los hospitales. Al mismo protagonista le daban treinta días de vida… y consiguió vivir siete años más.

Otro es presentar a un ‘héroe’ machista, homófobo, racista, drogodependiente, que no deja de trapichear que corre y corre y desgasta su vida: un vaquero de capa caída, un tipo al margen, e ir transformándolo, de manera creíble, en un tipo que se niega a rendirse y que se enfrenta a todo un sistema con una fortaleza fuera de toda duda y que el haber sido un superviviente toda la vida le sigue sirviendo hasta el final. Y sigue corriendo sin parar… Un tipo que de pronto va descubriendo a otros tipos al margen y se alía con ellos y que emplea todos sus trucos y trapicheos para conseguir la atención médica adecuada y más sana… y de pronto, con una actividad como digo al principio bastante dudosa, poco a poco se va convirtiendo en un vaquero que se enfrenta a la injusticia. Y cada vez va consiguiendo más adeptos a su causa como por ejemplo una doctora de uno de los hospitales (otro personaje que podría haber sido tremendamente atractivo y a mi parecer es de los más flojos de la trama)…

Así Dallas buyers club es una película que emplea muy bien una fórmula efectiva y sirve para protagonizar acalorados debates…

Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons

La ciudadela (The citadel, 1938) de King Vidor

 

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… King Vidor proporcionaba a sus mejores películas dosis de autenticidad, una autenticidad que traspasa la pantalla. Por cómo cuenta las historias, por los detalles que imprime, por los intérpretes elegidos… Y La ciudadela no es una excepción en esta característica de su cine. Así la película pivota entre un tema principal con múltiples ramas que enriquecen su visionado. Si bien observamos un camino entre los ideales y la vocación profesional y la pérdida de estos ante el enriquecimiento fácil, la falta de ética y un olvido del fin de la profesión… también se refleja la complicidad posible entre un matrimonio o la fuerza de las verdaderas amistades…

Tengo la inmensa suerte de ‘pasearme’ por distintos blogs riquísimos en contenidos de los que aprendo cada día. Y en esos blogs descubro nuevas miradas, otras visiones, películas que no conocía, otras que no recordaba u otras que nunca he podido ver, análisis originales… y mucha, mucha pasión por el cine. Así que, como es habitual, me encontraba un día navegando por uno de ellos, viajando por la sala oscura de Victor y empecé a leer su texto, siempre filosófico, siempre desde una mirada especial, sobre La ciudadela. Y me dije: esta película tengo que conseguirla como sea y que salga pronto del baúl de películas pendientes. Y misión cumplida. Gracias, Victor.

En la imprescindible autobiografía de King Vidor, Un árbol es un árbol, el cineasta recuerda con cariño y placidez su viaje a Inglaterra para el rodaje de la película. Recuerda un rodaje agradable, placentero, tranquilo… y eso se ‘respira’ mientras vas viendo la película. ‘Respiras’ que todos los implicados están disfrutando con lo que nos están contando.

Además King Vidor alaba a todos sus actores, y en especial realiza una hermosa radiografía (y transformación) de su protagonista, Robert Donat. Cómo trabajaba cuidadosamente hasta el más mínimo detalle de su personaje. Y esos matices también el espectador los siente. Vidor explica que le llamó la atención lo enfermizo y poquita cosa que le pareció Donat (protagonista también de 39 escalones…) la primera vez que le vio… y luego cómo se fue entusiasmando por la entrega generosa del actor a su personaje y a la película… y cómo se va transformando ante su mirada en una gran presencia…

Otra cosa importante que señala es cómo hubo un momento que no sabían cómo continuar la historia (su material de origen era una novela). El bache se encontraba en cómo hacer que el protagonista ‘despertara’ y volviera de nuevo a sus ideales y a su vocación intacta. Que realmente escuchara a su sabia esposa cuando en un momento le dice que él no trabaja para ganar dinero sino para transformar a la humanidad (y esta premisa no es válida tan sólo para la profesión que ejerce el protagonista sino para la mayoría de profesiones). Hasta que de pronto se les ocurrió que el mejor amigo del protagonista podría sufrir un accidente de tráfico y que éste fuese operado por uno de los nuevos amigos de profesión del protagonista… a partir de lo que ahí ocurre… el despertar doloroso cobra todo su sentido.

La ciudadela cuenta unos años cruciales en la vida de un joven médico (Robert Donat). Inicia su carrera médica con inexperiencia, ilusiones, sueños, ideales y un fuerte sentido de la ética médica que le hace enfrentarse con pacientes y compañeros. Nada le para. Trabajador e investigador incansable ningún obstáculo se le pone en medio para ejercer con la mejor calidad posible su profesión y con el mayor respeto hacia sus pacientes, tan complejos, tan humanos. Sus primeros puestos son como médico rural en zonas mineras donde la pobreza y la ignorancia asolan a sus habitantes… y donde muchos compañeros de profesión ‘aprovechan’ esa situación. La lucha le desgasta hasta tales niveles que cuando empieza a trabajar en Londres y se encuentra con un grupo de nuevos médicos a los que les interesa más enriquecerse que la propia profesión, no duda en incorporarse al grupo. Le ha pillado en un momento en que se encuentra cansado de obstáculos y de ser ‘expulsado’ de todos los sitios donde trabaja, de no poder prosperar y llevar una vida tranquila junto a su mujer. Entonces con ese nuevo grupo de ‘profesionales’ (donde nos encontramos con un jovencísimo Rex Harrison) siente tiene que luchar menos y que es más valorado por lo que tiene que por lo que es… hasta que su mejor amigo y su esposa (siempre a su lado, siempre crítica) le recuerdan su verdadera pasión.

Pero luego hay otras muchas historias que complementan el devenir del joven médico. Y entre ellas se encuentra la relación que establece con su compañera de vida. La joven maestra del primer pueblo donde trabaja (una maravillosa, natural y auténtica Rosalind Russell). Todas las escenas protagonizadas por ambos son una auténtica delicia, ‘otra película’ entrañable. Su primer encuentro infructuoso en la escuela, su conversación en la consulta, una declaración de amor absolutamente genial (donde aparentemente no hay cábida para el romanticismo… y sin embargo lo hay, y mucho), los dos compartiendo una taza de chocolate después de un momento de peligro, ambos trabajando juntos en la investigación de enfermedades, ella preocupada ante la pérdida de objetivos y de pasión de su amado…

La película de Vidor está llena de detalles y matices que hacen inolvidable su visionado. La vida y las duras condiciones de trabajo en los pueblos mineros, el cuidado en el reflejo de los interiores de las casas humildes, la falta de dotación y medios de los médicos rurales en sus consultas, la lucha infructuosa contra las altas instancias para la investigación y erradicación de enfermedades… Y por otra parte en Londres, cómo algunas clínicas privadas se aprovechan de sus clientes para sacarles la máxima cantidad de dinero posible con tratamientos inútiles o la falta de atención y abandono para aquellos ciudadanos que no tienen posibilidad de pagar por su curación…, las luchas entre colegas por mantener su influencia de poder, las trabas a la investigación y a la denuncia de malas prácticas…

Y por último King Vidor vuelve a mostrar que es grande como director. Con aparente sencillez realiza puro cine. Así es capaz de en un paseo de un médico feliz que acaba de salvar la vida a un recién nacido, enfrentarle con la muerte y la enfermedad cuando a través de la ventana ve cómo unos vecinos se encuentran alrededor de una tumba y cómo en la ventana hay un cártel que anuncia las fiebres tifoideas que está en manos de la administración solucionarlas (un arreglo y cambio de las alcantarillas) pero no quieren iniciar las obras ni gastar el dinero que supone… El doctor en un instante se da cuenta de que su lucha tiene que ser continúa e incansable. O la citada declaración de amor a una Rosalind Russell en bicicleta y con boina de un hombre que tiene claro que ella es su compañera y que además la necesita para que le den un puesto de trabajo… O la bajada a los infiernos, una mina insegura, para salvar la vida a un compañero atrapado… Así como el reflejo natural de los momentos cotidianos como las comidas en un restaurante italiano…

No será la última vez que la vea.

Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.

Nebraska (Nebraska, 2013) de Alexander Payne

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Hacia tiempo que no tenía tantas ganas de llorar en una sala de cine. La persona que estaba a mi lado me dijo: ¿Estás llorando? Y yo le contesté que sí, llorando y riendo. Eso es lo que me pasó mientras miraba en una enorme pantalla blanca… una larga e interminable carretera en blanco y negro. Toda la película a punto hasta que las lágrimas cayeron. Sin remedio. Pero no eran lágrimas de tristeza, ni melodramáticas, ni de drama… eran de pura emoción contenida… por toda la historia que había vivido a través de los fotogramas.

Y es que tenía que ser en blanco y negro para reflejar esa vida en tonos grises de una familia de Montana. Para viajar por paisajes desolados por la crisis, por ciudades que se derrumban, por tabernas, karaokes, pequeñas empresas, granjas, hogares, tiendas, viejos despachos de periódicos locales… que se van deteriorando. Para reflejar unos rostros de supervivientes, con huellas, con arrugas o sin ellas.

Pero la película no va de perdedores sino de personas que se niegan a perder. De un padre y un hijo que emprenden un viaje de unos cuantos kilómetros. Una road movie… Una historia sencilla, muy sencilla. De un padre que quiere ir a recoger una cantidad de dinero que en una carta dice que le corresponde. Y de un hijo que alimenta la fantasía de un padre que va perdiendo la cabeza y la vida… Sabe que es un timo… pero se lanza a la carretera con un padre que siente de pronto, después de años, una especie de emoción, ganas de moverse, de seguir vivo aunque su mente le traicione. Tiene un objetivo y su desorientación continua encuentra un motivo que perseguir… Cobrar ese dinero.

El hijo le pregunta desde el principio que para qué quiere ese dinero y sólo consigue sacarle al padre que quiere una nueva camioneta y un compresor de pintura (porque el suyo lo prestó a un amigo hace años y todavía no se lo ha devuelto). Pero luego, casi al final, habrá una confesión… llana y simple. Humana. Que te parte el corazón en dos.

De Montana a Nebraska pasando por la localidad donde su padre tiene las raíces…, los recuerdos. Un pasado que se diluye, que se deteriora, como la casa vacía de su infancia. Entre buena gente y otros que siempre fueron mezquinos, padre e hijo van tras un botín imposible. Y en algunos puntos del camino se unen viejos vecinos, desagradables amigos,  algunos familiares con ganas de rascar viejas heridas, una antigua novia… También están presentes, a ratos, la esposa cascarrabias y el hermano desencantado. Pero a su manera los cuatro, cuando les vemos juntos en un coche (protagonizando una de las escenas más divertidas), sabemos que se quieren a pesar de los dolores, los sufrimientos y las frustraciones.

El padre y el hijo tienen el rostro de Bruce Dern y Will Forte y es una de las parejas más emotivas que últimamente han pisado la pantalla… Pero sin rastro de almíbar y sí con mucha humanidad. Con silencios y pocas palabras, las justas. Con miradas.

En Nebraska vemos nacer a un personaje de una manera maravillosa. El padre, Woody, un hombre enorme y muy anciano con la mente casi perdida… Lo primero que sabemos es que es una carga para su esposa, un agobio para el hermano mayor… y que su hijo pequeño trata de comprenderle… aunque nunca hayan hablado mucho. Parece que no les ha hecho muy felices sobre todo por sus problemas con el alcohol… pero a través del viaje conocemos, construimos, con las palabras de otros, y con los recuerdos sesgados de Woody, y con la mirada comprensiva e incondicional del hijo y con el cariño escondido de su esposa y su otro hijo… el retrato de un buen hombre. Y nos vamos sorprendiendo ante el descubrimiento como lo hace el hijo, que ya lo intuía.

Y ha sido maravilloso volver a reencontrarse con ese hombre enorme que es Bruce Dern, un hombre que se niega a perder, un hombre que no pierde su dignidad… aunque esta hace lo posible por huir. Un hombre que vemos grande, que fue fuerte, de pocas palabras… y que encontró en el alcohol una manera de alejar sus malos recuerdos de guerra, la monotonía de un paisaje en blanco y negro, de una vida con muchas puertas cerradas, que intentó ser buen padre, buen amigo, buen novio, buen esposo…

Mi primer recuerdo de Dern fue interpretando a otro hombre tremendamente fuerte en Danzad, danzad malditos. Ahí era un hombre joven enorme que trataba de ganar desesperadamente junto a su esposa embarazada una maratón inhumana de baile. Un hombre que no separaba ante nada con tal de ser un superviviente. Y fue una película que me marcó y en parte por su personaje.

Ahora veo que sigue siendo inmenso… y que me arrastra, con sencillez, a que llore en silencio.

Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.

Vivir (Ikiru, 1952) de Akira Kurosawa

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Un hombre anciano y enfermo se balancea en un columpio en la soledad de una noche nevada mientras canta una canción tradicional sobre lo efímero de la vida y que invita a aprovechar el tiempo para vivir con intensidad. El rostro del hombre muestra una tímida sonrisa. Ésta es la imagen icónica y recordada de una película de emociones que reflexiona sobre el tiempo y la muerte… sobre la vida, a través de la historia de un funcionario gris, Watanabe (Takashi Shimura, uno de los actores fetiche del director).

Un cine de emociones pero perfectamente elaborado y pensado que tras su significado trascendente muestra también un realismo y una crítica social. Como es habitual en el cine de Akira Kurosawa, arriesga en su puesta en escena y en la forma de contar esta historia. Vivir se convierte en una película aparentemente sencilla, un canto a la vida poético y con una belleza que convierte la experiencia de su visionado en especial.

La historia de Watanabe comienza mostrando una radiografía de su estómago enfermo y una voz en off (omnisciente) que nos informa de que un hombre va a enterarse de que tiene un cáncer mortal de estómago. Sólo le quedan unos meses de vida.Watanabe es el jefe de la oficina de atención a los ciudadanos, una oficina tan gris como él. Una oficina que acumula expedientes, que manda a los ciudadanos a otras secciones, que no se implica en absolutamente nada y es consumida por la burocracia, la apatía, el aburrimiento y el dejar pasar la vida disimulando que se trabaja. Watanabe es un muerto en vida o como le describe una joven y vital compañera de trabajo es La momia (el mote que ella misma se ha inventado). Lleva treinta años muerto… y todo comenzó empezó cuando su esposa falleció y se quedó solo con su hijo pequeño. Watanabe no ha levantado la cabeza y ha dejado pasar el tiempo sentado en una mesa entre papeles y sellos. Digamos que el único motor que le mantenía vivo era el amor hacia su hijo pero ahora éste lleva otra vida y padre e hijo se han distanciado de tal manera que la incomunicación es lo que define su relación a pesar de que viven juntos (el padre llama al hijo… pero no se escuchan, no se entienden). Así, inesperadamente, hay un punto de inflexión en la vida de Watanabe que le permite que se remueva por dentro… y es precisamente cuando se entera de que va a morir. Así reflexiona y se da cuenta de que ha dejado pasar la vida y que quiere buscar una manera para remediarlo, quiere dejar huella, que su vida adquiera un sentido.

Watanabe empieza dando tumbos, se siente perdido (se da cuenta o se siente incapaz de establecer la vía de comunicación con su hijo y la esposa de éste o con sus familiares más cercanos…), trata de encontrar el placer y la alegria de vivir pero siente que eso no es lo que va a llenar los últimos días de su existencia (asistimos a una noche larga de placeres junto a un escritor de novelas baratas)… hasta que por fin encuentra lo que le va a colmar (de la mano de la joven empleada que en un triste diálogo, donde ella se siente ya desconcertada por la necesidad de Watanabe de estar junto a ella, le da la clave). Realizar algo que sea un beneficio para la comunidad, para los ciudadanos. Es decir, trabajar, pasando por encima de burocracias, intereses y política… por el bien común. Trabajar para transformar los entornos sociales. Y su empeño en los últimos meses que le quedan es crear en una zona deprimida un parque infantil tal y como piden un grupo de mujeres que no se cansan en su lucha hasta que topan (de nuevo, pues ya había acudido a su oficina) con Watanabe que pone en marcha la maquinaria…

Entonces en este momento empieza la segunda parte de la película (tan hermosa e intensa pero narrada cinematográficamente de una manera distinta y arriesgada pero para mí atrayente, aunque he podido comprobar y leer que gusta bastante menos). El narrador omnisciente nos informa de que después de cinco meses (elipsis temporal) nuestro protagonista ha muerto y nos sitúa en el velatorio donde se encuentra su familia, el teniente de alcalde y otros cargos políticos y los funcionarios de otras oficinas y sus propios compañeros de trabajo. Esta larga escena (con distintos y breves flashbacks) es presidida por una fotografía, la imagen del propio Watanabe.

La larga velada (y las distintas visitas que recibe Watanabe) donde los asistentes van ‘soltando su lengua’ con el sake que van bebiendo (al final tan sólo quedan sus familiares y los demás funcionarios) se nos va narrando a base de puntos de vista diferentes los últimos días de Watanabe y su empeño en llevar la empresa del parque infantil a buen puerto. Su lucha infatigable y la libertad que siente para actuar (siempre desde la humildad) pues no tiene miedo a ningún obstáculo (pues sabe próxima su muerte). La ‘narración’ de su hazaña se va transformando a lo largo de la velada hasta que se le reconoce como un héroe cotidiano y un ejemplo a seguir por los demás funcionarios que ante la euforia del sake y la emoción que sienten por otros acontecimientos narrados por diferentes ‘testigos’ prometen continuar la lucha, no malgastar los días entre papeles y sellos, y seguir llevando a cabo proyectos que beneficien a los ciudadanos, actuar y no quedarse sentados frente a miles de expedientes. Uno de los asistentes pronuncia una frase clave que explica en parte la apatía de estos funcionarios, dice que si alguien de la compleja administración burocrática quiere llevar a cabo algo o se le ocurre sacar adelante un proyecto o idea, es tachado de inmediato de revolucionario y radical…

Sin perder esa triste melancolía que acompaña toda la película… las últimas escenas nos muestran cómo las palabras que pronunciaron los funcionarios en el funeral se han quedado en palabras. La cotidianeidad gris, la desesperanza, la apatía y la burocracia vuelve a campar a sus anchas en la oficina de Watanabe… pero no todo está perdido. Hay un funcionario que trata de rebelarse, que no está conforme con la realidad que le rodea y que todavía no se atreve a dar el paso pero que ahí sigue su mecha sin apagar… y que sin duda pondrá en marcha en un futuro y otro buen proyecto se hará realidad. Mientras, visita ese parque infantil que le hace no olvidar que es posible transformar los entornos, que es posible hacer algo desde la oficina gris…

Vivir nos deja tristeza pero también una sonrisa en el rostro y el recuerdo de un hombre en un columpio… satisfecho en los últimos momentos de su vida. Ha reaccionado a tiempo, ha podido vivir con intensidad…, dejar de ser una momia enterrada entre papeles…

Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.

Cóctel de películas variadas

El gran McGinty (The great McGinty, 1940) de Preston Sturges

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No hace mucho disfruté de la segunda película de Preston Sturges como director, Navidades en julio. Y hace menos tuve en mis manos el dvd de su primera vez como director El gran McGinty y de nuevo ha sido otra sorpresa esplendorosa. Por su tremendísima actualidad. Esta ópera prima, donde Sturges es un guionista que se convierte en director, deberían verla todos los políticos inmersos en tramas de corrupción. Porque Sturges no tiene pelos en la lengua aunque al final se encariñe de sus personajes (porque no les quita un ápice de humanidad). Viajamos a un local perdido de las Bahamas, un tugurio. Ahí coinciden en una barra un camarero que dice que fue gobernador de un Estado y un empleado de banca desesperado que también ha terminado con sus huesos ahí por un fallo cometido. Sturges les presenta como uno que nunca fue recto en su vida hasta que tuvo un momento de lucidez y al otro como uno que siempre llevó una vida recta hasta que falló sólo una vez.

Y la película es un flashback del camarero contando al empleado de banco desesperado su carrera política. El bueno de McGinty (un grandullón y efectivo Brian Donlevy) era un sin hogar de la Depresión. De pronto le sale la oportunidad de colaborar en un fraude electoral para la elección del alcalde (auspiciado por el mafioso local)… y lo hace muy bien. Así empieza su carrera política trepidante… hasta llegar a gobernador para lo cual incluso protagonizará un matrimonio de conveniencia. Y ahí es donde nos encontramos la debilidad de McGinty, los buenos sentimientos de su señora esposa hacen mella en él… Y llega un momento en que quiere actuar por sí solo como político y realmente ejercer haciendo lo mejor para los ciudadanos. Misión imposible y fallida… que le lleva con su mafioso a un tugurio dejando los ideales para otros. Ante la historia de ‘un caradura’ sincero la chica de mala vida preocupada por el ‘buen’ empleado le anima a que arregle las cosas y regrese de nuevo…

Los años no han pasado por esta película… tremendamente actual.

Anastasia (Anastasia, 1956) de Anatole Litvak

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La elegancia de un director se deja ver en una sola escena. Y eso es lo que le ocurre a Anatole Litvak en Anastasia. Por encima del glamour que supone la vuelta de una Ingrid Bergman a Hollywood representando a una mujer sin identidad y que trata de recuperarla (ella es Anastasia, ¿o no?). O de dejarse llevar por el magnetismo animal y la sensualidad de un Yul Brynner que ocupa toda la pantalla (¡cómo me gusta!). Así como disfrutar de las viejas glorias como Helen Hayes mostrándose como gran señora y actriz… Por encima de todo ese reparto y una historia atrayente (con sus dosis de misterio, ambigüedad, romanticismo, zares rusos, revoluciones y finales precipitados), nos encontramos con la puesta en escena especial de un director a reivindicar, Anatole Litvak (y del que me queda mucho por descubrir).

La escena es la de una habitación majestuosa con dos puertas abiertas frente a frente. Detrás de cada una de esas puertas hay un personaje diferente: en una el ambiguo Yul Brynner (¿un noble desencantado y aprovechado o un hombre enamorado? y en la otra la etérea Ingrid Bergman (¿verdadera Anastasia, mujer sin memoria, o estafadora?). Ella ha subido de una cita (impuesta por el maestro de ceremonias y estafa, Yul) algo bebida. Les oímos a los dos hablar y sólo escuchamos sus voces, la cámara está todo el rato en la habitación vacía. Sin embargo sentimos la tensión sexual que recorre el cuarto y la preocupación de ambos. De pronto ella deja de hablar, entendemos que se ha dormido. Y sólo entonces Yul sale de su cuarto, cruza la habitación y entra en el dormitorio de Ingrid para taparla… y quizá también contemplarla.

Tierras de penumbra (Shadowlands, 1993) de Richard Attenborough

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… Richard Attenborough se basó en las reflexiones que vertió C. S. Lewis en el libro Una pena en observación (que no he leído y ganas me han quedado) tras la muerte de su esposa y amor, Joy Gresham. Así el director deja tras de sí una película que reflexiona sobre el amor tardío, el dolor, la soledad, la enfermedad terminal, la muerte y lo que supone la ausencia del ser querido (en una escena contenida y magistral entre C.S. Lewis y el hijo pequeño de su amada).

No sólo nos dejamos llevar por las interpretaciones de Anthony Hopkins y Debra Winger sino que algunas frases que se pronuncian se quedan para siempre en la memoria. En este caso, entre tierras de penumbra, atesoro una frase que le dice un alumno a C.S. Lewis: “Leemos para saber que no estamos solos”. Y ya solo por esa frase la película merece la pena ser vista por lo menos una vez en la vida.

Érase una vez en Anatolia (Bir Zamanlar Anadolu’da, 2011) de Nure Bilge Ceylan

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El otro día viajé al cine turco y me llevé una sorpresa enorme con Nure Bilge Ceylan (del cuál sólo había visto Lejano, película que en su momento me costó digerir). La película se encuentra ahora en las salas de cine, Érase una vez en Anatolia e impone su propio ritmo al espectador. Si te dejas llevar el viaje merece la pena. Lo que en un principio tiene estructura de thriller y road movie extraña: vamos entendiendo qué es lo que hacen tres coches por las carreteras de Anatolia (buscar un cadáver), termina convirtiéndose en un viaje de humanidad. Y lo que se nos presenta es un grupo humano variopinto: dos detenidos, los policías, los militares, los conductores, el médico forense y el fiscal…

Y vamos con ellos en este viaje nocturno en busca de un cuerpo y asistimos a las conversaciones y miradas que tienen entre ellos. Y poco a poco vamos adentrándonos en distintas historias y vamos construyéndolas. Unos van cediendo protagonismo a otros a lo largo de la búsqueda, con una cotidianeidad que impregna todo, que hace que este grupo de hombres hagan su trabajo y choquen con la burocracia más rancia y la humanidad más profunda. En una parada a cenar, en casa del alcalde de la localidad, se quedan en un momento sin luz. Y surge un momento casi mágico, donde una bella joven con un quinquel que ofrece té, se convierte en una aparición y no será la única. Asistimos durante más de tres horas a un viaje con final: la búsqueda del cuerpo, la parada en casa del alcalde, la confesión, el encuentro del cuerpo, el camino hasta el hospital donde se le hará la autopsia… y la vida sigue. Pero mientras hemos conocido un poco más el mundo de cada uno de los hombres que protagonizan esta historia, hemos transitado en sus secretos y silencios. Y también hemos conocido a las mujeres ausentes.

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