Lo que nunca volverá. La infancia en el cine (Applehead Team, 2022), editores: Santiago Alonso, Yago Paris e Isabel Sánchez

«Es curioso que habiendo tenido una infancia insignificante, toda la vida me la paso pensando en ella. El resto de la existencia me parece gris y poco animada».

Pío Baroja

Hay reseñas que se hacen con una ilusión especial, y esto es lo que me ocurre con Lo que nunca volverá. La infancia en el cine. Es uno de esos proyectos soñados en los que servidora ha estado presente y que he ido anunciando que os hablaría de él. En este libro hay mucho cariño, trabajo y ganas de ofrecer un ensayo colectivo que merezca la pena. Veinte personas que amamos ver películas nos hemos reunido alrededor de esta publicación para analizar un conjunto de largometrajes con un tema central: la infancia. Pero además defendemos la crítica de cine como género periodístico a reivindicar.

Como si fuese un jardín secreto (y haciendo referencia a la novela de Frances Hodgson Burnett, publicación fundamental de literatura infantil alrededor de la cual se vertebra la introducción de Santiago Alonso), el lector puede perderse por él. Invitamos a caminar por un vergel lleno árboles, flores, plantas, arbustos de celuloide. Y en ese paseo recuperará una mirada infantil a través de diversas películas que atrapan ese espíritu que hace observar el mundo de una manera distinta.

Lo que nunca volverá. La infancia en el cine nace con vocación de ser no solo un libro de consulta y referencia, sino también un ensayo colectivo que deja al descubierto una variedad de aspectos reveladores sobre la infancia, esta etapa de crecimiento y cambio. Una publicación que pueden disfrutar tanto los cinéfilos, especialmente los interesados en el tema tratado, o aquellas personas que crean en el cine como herramienta para comprender la realidad. Todos podrán disfrutar de un rico abanico de películas para analizar diferentes puntos de vista alrededor de la niñez.

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El sol sale mañana (Our vines have tender grapes, 1945) de Roy Rowland

Con su secuencia de apertura ya percibimos el tono de El sol sale mañana. Dos niños pasean, rodeados de naturaleza. Son Selma (Margaret O’Brien) y Arnold (Jackie Butch Jenkins). Ella tiene siete años y él, cinco. Pasan muchas horas juntos porque son primos y vecinos, se enfrentan al mundo que les rodea y tratan de entenderlo, aunque no es fácil. En tan solo unos minutos, en una cálida jornada de verano, juegan, discuten, reflexionan y se enfrentan a dilemas complejos como la muerte, la guerra, la crueldad y la responsabilidad de sus actos. Pero todo fluye de manera sencilla, sin grandes aspavientos. Otra peculiaridad de los críos es que viven en una pequeña localidad rural estadounidense, Fuller Junction, donde forman parte de una comunidad inmigrante noruega.

Selma tiene una relación muy especial con su padre Martinius (Edward G. Robinson), un hombre del campo, trabajador y sabio. Para él, la cría es su “jenta mi”, “mi niña” en noruego. Los dos a su vez se sienten seguros bajo la mirada y los cuidados de Bruna (Agnes Moorehead), la esposa y la madre, una mujer que parece recta y seria, pero que comprende como nadie a las dos personas que más quiere en el mundo. Siempre está presente para acompañarlos en el recorrido de la vida. La película transcurre durante un año, y diversas anécdotas van pasando tranquila y plácidamente como las estaciones del año. De fondo, la sombra de la Segunda Guerra Mundial.

El sol sale mañana hace una bella sesión doble con otra película ya reseñada, Nunca la olvidaré (I remember mama, 1948), de George Stevens, donde una adolescente rememora los avatares de su familia, inmigrantes noruegos, en San Francisco. Si la película de Rowland gira alrededor de la figura del padre, en la de Stevens era la madre la figura central. Ambos largometrajes están narrados con una sensibilidad especial, con calma, como el largo río de la vida. Eso sí, a veces, con turbulencias y oscuridades.

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A corazón abierto. La hija del periodista, autobiografía de Marian Salgado (Applehead Team, 2020)

“Los duelos hay que vivirlos y pasarlos. Si no, se te enquistan se hacen un tumor que crece, crece y crece dentro de ti. Hay que vivirlos de los tobillos a la boca. Hasta vomitarlos. Eso ya te deja descansar. El libro ha sido eso, un vómito tremendo”, así de contundente y transparente se muestra Marian Salgado durante la entrevista realizada por Santiago Alonso y que se incluye también en el libro como broche final. Nunca mejor dicho, La hija del periodista proporciona unas páginas sinceras y directas, que vomitan todo el dolor de la autora, que se tira sin red frente a una hoja en blanco para desenmascarar sus emociones y recuerdos más profundos. Una autobiografía a corazón abierto.

¿Quién es Marian Salgado y por qué me podría interesar su libro? ¿Qué tiene que ver con el cine? Desconocía hasta ahora su existencia, pero la publicación llegó a mis manos como un regalo de una persona erudita y apasionada por el cine que sabía que podía disfrutarlo, y que quería compartir un proyecto ilusionante. Sin saberlo, me di cuenta de que hacía tiempo que la conocía a través de mi pasión: el cine. No hace mucho he logrado ver por fin una película que llevaba bastante tiempo detrás de ella, y de la que ya había visto secuencias aisladas o contemplado numerosos fotogramas: ¿Quién puede matar un niño? (1976), de Narciso Ibáñez Serrador. Y me impactó el rostro de muchos de esos niños que de pronto en una isla perdida, cerca de las costas españolas, se vengaban, de manera inquietante y cruel, de siglos y siglos de vulneraciones y quebrantos contra la infancia. Uno de esos rostros capaces de despertar miedo y pesadillas era el de una niña: Marian Salgado.

Otro de los hitos del cine de terror (que durante estos últimos años estoy visionando y disfrutando varios de ellos, pues este era un género que siempre había tenido abandonado por puro miedo) fue sin duda El exorcista (1973) de William Friedkin. Si buscamos las voces de doblaje para su proyección en las pantallas españolas, nos encontramos que la de Linda Blair fue la de Marian Salgado.

Y, por último, hay un verdadero culto, reavivado por las redes sociales, hacia las películas de terror y de género fantástico que se dirigieron en España durante las décadas de los sesenta y setenta. Dentro de estas películas entrarían algunas de las dirigidas, por ejemplo, por Jesús Franco, Paul Naschy o León Klimovsky. Se ha buscado un nombre genérico para referirse a ellas: el fantaterror. Y como se especifica en un breve reclamo de la portada del libro, Salgado es la niña del fantaterror. Precisamente bajo la estela de El exorcista, Marian protagonizó una película de culto en el año 1975, La endemoniada, de Amando de Ossorio. Por ahora, tan solo he podido ver algunas secuencias a través de Internet.

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Dos clásicos del cine de terror de los años setenta y un aviso de Hildy. El exorcista (The Exorcist, 1973) de William Friedkin/La noche de Halloween (Halloween, 1978) de John Carpenter/ Arranca el ciclo de cine y debate Enganchados a lo tóxico en La Casa Encendida

El exorcista (The Exorcist, 1973) de William Friedkin

El exorcista

William Friedkin se muestra transparente en un interesante documental sobre su filmografía, Friedkin sin censuras. Y por eso dicho documental provoca ganas de adentrarse en su trayectoria, más intensa, atrevida e interesante de lo que parece, además de volver a visitar alguno de sus éxitos como El exorcista. Siempre que se habla de cine de terror, se reconoce que El exorcista supuso una obra importante dentro de la historia del género. Sí, hay un salto reconocible… desde aquellos “monstruos” y ese “mal externo” del cine clásico de terror de la Universal, de la RKO, de la factoría de Roger Corman o de la Hammer (sin olvidar el giallo italiano, que es transición de un periodo y otro) hasta un terror más asentado en lo real, más cotidiano, más cercano de lo que creemos, y más inevitable, donde el mal puede triunfar, y cambiar la vida de uno para siempre. Ese tránsito lo explicó de manera sublime Peter Bogdanovich con su segunda película de ficción, El héroe anda suelto (Targets, 1968). La clave de El exorcista quizá esté, como dice Friedkin, en buscar el mal en lo cotidiano y en dar a la película esa apariencia casi documental, de vida en directo. Así somos testigos incómodos de una posesión inexplicable en el cuerpo de una niña a punto de pasar a la adolescencia (estremecedora Linda Blair).

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El carnicero (Le boucher, 1970) de Claude Chabrol

El carnicero

Los ojos azules de Stéphane Audran cuentan esta triste historia de amor.

El rostro de Stéphane Audran, con su pelo corto rubio y sus enormes ojos azules, ocupa la pantalla en los momentos más intensos de El carnicero. La musa y también esposa de Claude Chabrol, otro de los personales directores de la Nouvelle Vague, se pone en la piel de Helene, la directora del colegio de un pueblo rural francés. Y Claude Chabrol la convierte en protagonista de una desgarradora historia amor. Porque Helene vuelve a sentir otra vez, su corazón late con el carnicero del pueblo (Jean Yanne), pero este esconde un secreto que convierte su amor en imposible: es un asesino en serie. A Helene y a Popaul no les separan las clases sociales de las que provienen cada uno, ni sus profesiones tan dispares, ni tampoco lo urbanita que es ella y lo rural que es él…, les separan los instintos primitivos y oscuros que están agazapados en el interior del carnicero. Y Chabrol, sin embargo, es capaz de con ese material tan negro y macabro, filmar una triste, elegante y delicada historia de amor. Y eso incomoda. Si Hitchcock y Buñuel vieron El carnicero, seguro que fue un plato delicatessen para ellos, pues bajo sus fotogramas laten las pulsiones y claves de sus filmografías. La oscuridad y complejidad del amor revolotea en cada una de sus imágenes.

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En realidad, nunca estuviste aquí (You were never really here, 2017) de Lynne Ramsay

En realidad, nunca estuviste aquí

Joe, un espectro en vida con cicatrices que mostrar.

Si en Tenemos que hablar de Kevin se metía en la mente de Eva, una madre que sufre un fuerte trauma, en En realidad, nunca estuviste aquí todo está en el cerebro de Joe, una especie de asesino a sueldo. La directora Lynne Ramsay vuelve otra vez a “mirar” de manera especial y crear un universo personal de la adaptación de una novela (la primera de Lionel Shriver y la segunda de Jonathan Ames). En las dos películas asume el papel de guionista y directora y las dos tienen una potencia visual que empuja la historia y deja sin respiro. La importancia del sonido, de la banda sonora y el empleo del color (si en la primera la presencia del rojo era abrumadora, en esta son los tonos azulados) apuntan más rasgos de su estilo. Pero también Ramsay tiene una manera, muy especialmente en esta película, de representar la violencia. Joe (Joaquin Phoenix) es un mercenario, un asesino a sueldo, que rescata a niñas de la trata de blancas y la explotación sexual. Y es un hombre atormentado que vive, desde la infancia, en permanente estado de shock. En realidad es un muerto en vida, un espectro que siempre, con sus reacciones, pilla de sorpresa… Físicamente es un hombre de profundas cicatrices, como las del alma. Es una mole, una especie de bestia herida que enseña toda su sensibilidad en el cuidado atento de su anciana madre.

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A las nueve cada noche (Our Mother’s House, 1967) de Jack Clayton

A las nueve cada noche

Un mundo infantil, inquietante y perturbador con la presencia de la muerte, entre la inocencia y la crueldad. Esa es la puerta de entrada de A las nueve cada noche. Si ya Clayton convertía en desasosiego el universo infantil en Suspense (The Innocents, 1961) pero con la ambigüedad de si todo era fruto de la mente distorsionada de una institutriz (con todo un referente literario: Otra vuelta de tuerca de Henry James), en A las nueve cada noche es explícito que la mirada es la de los niños, siete hermanos que crean un universo propio en la casa de la madre muerta. Ellos deciden perpetuar la presencia de la madre, y cargar sobre sus hombros el peso de su educación y de sus creencias. Son tan inocentes que quieren depositar ese peso en un adulto y disfrutar de sus juegos infantiles (y creen que pueden volver a comportarse como niños desocupados cuando se presenta en el hogar el padre ausente), pero también sobre sus cabezas sobrevuela el sentido de la crueldad y de la vida es dura y hay que hacer lo posible por sobrevivir.

Un universo infantil complejo con la compañía de los miedos y temores, pero con una capacidad para imaginar y fantasear la realidad y moldearla de tal modo que permita moverse por ella. Un universo infantil que también es distorsionado por un mundo adulto que todo lo remueve y complica a través de una educación o unas creencias extremas. Pero ese universo ha estado presente en diversas películas como El ídolo caído (1948) de Carol Reed, Juegos prohibidos (1951) de René Clement, La noche del cazador (1955) de Charles Laughton o Viento en las velas (1965) de Alexander MacKendrick. Todas ellas con una mirada infantil especial que sabe contar y aportar una visión especial de la realidad.

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Mud (Mud, 2012) de Jeff Nichols

 

mud

A través de la mirada de un niño una historia puede ser diferente. Entre la inocencia y el despertar hay un territorio donde el niño se convierte en creador y en un magnífico fabulador. Y a través de su ‘viaje iniciático’ hacia la madurez o la perdida de la inocencia su mirada ‘sufre’ una transformación que le hace descubrir la puerta hacia otra etapa de la vida que no tiene por qué ser peor o mejor. Y de ahí de esa mirada de un niño que está a punto de descubrir el mundo adulto surgen historias cinematográficas (y literarias, claro) absolutamente maravillosas.

Así podemos viajar a través del mundo del cine a universos infantiles conseguidos. A niños que miran y se convierten en narradores privilegiados. Y Mud se empapa de esa tradición y nos deja una buena historia por donde no pasa el tiempo… porque esa mirada siempre ha existido. Jeff Nichols sigue demostrando su capacidad para contar buenas historias (esta vez con chispas de fábula y leyenda).

El niño que mira lo extraño o al extraño. Lo distinto. El niño que mira al desconocido, al forajido… El niño que mira de manera más simple una realidad compleja y trata de entenderla. El niño que además actúa y se aventura… y no tiene miedo porque no ve nunca la cercanía o la posibilidad de la muerte. El niño que idealiza conceptos como el romanticismo y el amor.

Así hay varias películas contadas desde la mirada de un niño o adolescente que se quedan para siempre en nuestra retina. Y de alguna manera cuando volvemos a verlas nos recuerdan lo que era ser un niño y el mundo que nos rodeaba. Y así pasa también con Mud y los dos adolescentes protagonistas, Ellis (Tye Sheridan) y Neckbone (Jacob Lofland), sabes que cuando vuelvas a verla vas a sentirte envuelto en un universo infantil maravillosamente expuesto y mostrado.

Ellis y Neckbone entran en la galería que ocupan también los hijos de Atticus Fich, la pandilla de Cuenta conmigo, el niño de Raíces Profundas, el adolescente de Verano del 42 o la niña de Valor de ley de los hermanos Coen. De alguna manera ya convierten su historia, su encuentro con el forajido enamorado, Mud, en un clásico. Además si seguimos buscando raíces, Jeff Nichols sitúa esta historia a orillas del río Mississippi y pocas pistas nos da de que la historia es contemporánea (que lo es) pero la localiza en un ambiente condenado a desaparecer, en un estilo de vida que acaba… el de las casas flotantes. Y ese río es el río donde otros dos adolescentes vivieron sus aventuras Huckleberry Finn y Tom Sawyer. Y podemos ver similitudes en ese principio de ‘viaje iniciático’ de encuentro del protagonista Ellis con el prófugo (y en su concepto del amor) a la novela Grandes esperanzas de Charles Dickens.

Así Ellis y su amigo Nickbone se aventuran con su pequeño barco a motor a una isla abandonada y van en busca de un barco que se ha quedado colgado de la rama de un árbol… pero descubrirán que allí habita alguien y se encontrarán con Mud, un misterioso hombre que les pide ayuda, algo de comida. Ellis se aferra a la historia de Mud, el forajido, porque le hace creer en ese amor que ve que desaparece en su casa donde sus padres están a punto de separarse (y sabe que su vida pronto va a dar un vuelco, un cambio). Mud está ahí por amor para rescatar a su novia de la infancia, de toda la vida, Juniper. Pero todo es mucho más complejo y peligroso de lo que parece. A Mud le busca la policía y otros hombres peligrosos… Sin embargo Ellis apuesta totalmente por Mud y le ayuda en la descabellada idea de hacer navegar el barco del árbol para poder huir de allí… Mud además conoce al misterioso vecino de Ellis y sus padres, Tom (Sam Shepard), un señor mayor que apenas se relaciona con los habitantes del lugar con una historia a cuestas. Se nota que quiere muchísimo a Mud y que le conoce bien pero es un cascarrabias (porque le duele)… así que decide seguir alejado del forajido.

Con estos ingredientes se crea una fábula hermosa donde Nichols (que ya me sorprendió gratamente con Take Shelter) devuelve al espectador una historia emocionante sobre el viaje iniciático de unos niños que pronto dejarán de serlo… Así Mud (Matthew McConaughey) y Juniper (Reese Witherspoon) en los ojos de los niños no son dos fracasados que no saben qué hacer con sus vidas sino dos amantes aventureros que tienen que escapar de un mundo que no les deja que se amen. Él tiene su camisa y su pistola, ella unos ruiseñores tatuados en las manos. Y los niños, sobre todo Ellis (Nickbone todo lo hace porque Ellis es su mejor amigo…), harán todo lo que esté en su mano para que Mud pueda conseguir sus propósitos.

Jeff Nichols te devuelve la mirada de un niño capaz de construir una fábula con carácter épico y con aires leyenda. Así también vivimos una escena emocionante y llena de significado con Mud y Ellis similar a la que viven Mattie y Rooster en Valor de ley. Los segundos iban galopando en un caballo a través de una noche de luna llena, los primeros van veloces en una moto a la luz del día…

Y la leyenda se va construyendo y consolidando… el espectador sabe que asiste a una fábula. Mud siempre estará en la memoria de Ellis y Neckbone… Resaltar también a un personaje secundario con el rostro del carismático actor fetiche del director, Michael Shanonn, que se convierte en el tío de Neckbone que, como no, tiene sus escenas y un buen diálogo con Ellis.

Sólo hay que dejarse llevar por esa barca en el árbol y conocer a la chica con el ruiseñor en la mano, a Mud, un forajido romántico; a Tom, un tipo duro y misterioso; a un tío preocupado por su sobrino y que aconseja sobre las cosas que se deben quedar en el río y las que se deben recoger; a un padre con rostro triste; a una madre cansada de esperar, a un modo de vida que desaparece, a las casas flotantes, a los moteles… y a unos niños que todo lo miran… Y un río que todo lo arrastra. Todo lo lleva.

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