Un último deseo. Buscando a Greta (Greta talks, 1984) de Sidney Lumet

Greta Garbo, muriéndose mejor que nadie en La dama de las camelias, hace llorar a Estelle a moco tendido.

Buscando a Greta es una de esas películas olvidadas en la abundante filmografía de Sidney Lumet. Es uno de esos largometrajes que, aun siendo imperfecto, le rodea un halo especial. No puedes evitar durante su visionado la sonrisa y la melancolía. Ya desde los títulos de crédito nos envuelve el tono tragicómico de la historia, la sensibilidad de la narración y el elaborado homenaje alrededor de Greta Garbo. Con una cuidada animación, se nos va narrando la vida de una mujer, mientras va imitando poses de fotografías de la gran diva, desde que es una adolescente hasta que alcanza la madurez.

Después, la primera secuencia que vemos es a la «aparente» protagonista de la historia, Estelle Rolfe (Anne Bancroft), en la cama, emocionada y llorando sin parar, viendo en la televisión la premonitoria última escena de La dama de las camelias (Camille. Margherita Gauthier, 1936) de George Cukor. Y aunque toda la película gira alrededor de Estelle, pronto pasa el relevo del protagonismo a su hijo Gilbert Rolfe (Ron Silver), que se llama así en homenaje a John Gilbert, pareja cinematográfica de la diva en cuatro ocasiones.

Este paso de relevo es porque la película se construye a través de un acto de amor: el esfuerzo de un hijo por conseguir el último deseo de su madre. A Estelle la diagnostican un tumor cerebral y que apenas le quedan unos meses de vida. Ella lo acepta, porque es lo que toca, pero no con alegría, pues es una mujer vital. Le hace entonces una petición a su hijo: quiere conocer a su ídolo, a la actriz que siempre la ha emocionado, a Greta Garbo.

Garbo se retiró del cine en el año 1941 con tan solo 36 años. Hizo verdad una frase de su personaje, la bailarina Grusinskaya, en Gran Hotel (Grand Hotel, 1932) de Edmund Goulding. En un momento, esta dice unas palabras que quedaron unidas a la actriz: «Quiero estar sola». Una vez se retiró, su leyenda no solo creció, sino que siguió alimentando su imagen de mujer inaccesible. Nada quería saber de Hollywood ni de la vida pública. Ni fotografías ni entrevistas. Solo ser una sombra. No era fácil acceder a la diva, de ahí la dificultad de Gilbert para cumplir el deseo de su madre.

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Daniel (Daniel, 1983) de Sidney Lumet

Cómo afecta a un hijo, Daniel, la herencia política de sus padres, sobre todo si arrastra una desgracia que rompe su unidad.

Susan Isaacson (Amanda Plummer) se queda mirando tristemente a su hermano Daniel (Timothy Hutton) durante su visita al sanatorio mental en el que está recluida, y antes de marcharse le dice: «Todavía nos están jodiendo, Daniel. ¿Te has dado cuenta?». Y es que esta inexplicablemente olvidada película de Sidney Lumet (es difícil localizarla y además tampoco es emitida por televisión) tiene ese tono melancólico y sombrío para contarnos un episodio negro de la historia política de EEUU. Lumet adaptó la novela El libro de Daniel de E. L. Doctorow, y además el propio autor elaboró el guion.

Así surge una película íntima y muy personal del realizador, donde cuida el fondo y la forma para devolver una obra cinematográfica dolorosa, pero tremendamente hermosa. No trata un tema fácil ni complaciente, sino bastante incómodo (puede que a eso se deba el silencio alrededor de la cinta), y Lumet junto a Doctorow tocan sutilmente todas las aristas para narrar lo que quieren. La verdad es que puede verse en una jugosa sesión doble junto otro título del director, del que hace relativamente poco escribí un post: Un lugar en ninguna parte (1988).

Uno de los alicientes de Daniel es la forma en la que está contada. La mirada predominante, el empleo del color, la estructura de la historia y la alternancia de los tiempos o el uso inteligente de la banda sonora… Todo para narrar la herencia que reciben dos hermanos por el compromiso político de sus padres, y el dolor que arrastran ante la desgracia familiar que acontece y que les destruye la vida. Esa desgracia tiene que ver con los tiempos que corrían, donde la militancia comunista de sus padres chocó con un momento de intolerancia política, miedo, sospecha y rechazo hacia la izquierda americana.

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Deseo bajo los olmos (Desire under the elms, 1958) de Delbert Mann

Deseo bajo los olmos

Una de las parejas más improbables del cine…, pero con mucha química

Un cuento oscuro sobre un padre vital y brutal que va enterrando físicamente a sus mujeres y espiritualmente a sus hijos en una granja-cárcel. O una gran tragedia griega de pasiones desatadas donde un dios colérico va sembrando la desgracia. Promesas, venganzas, huidas, odios, regresos, pasiones desatadas, soledades y el asesinato más cruel que pueda jamás concebirse… para demostrar con fatalidad un amor infinito y entregado. Todo está encerrado en Deseo bajo los olmos, extraña y olvidada película de Delbert Mann, que cuenta además con una de las parejas cinematográficas más improbables, Sophia Loren y Anthony Perkins, pero no solo creíble, sino con un erotismo y una sensualidad que hace más especial todavía toda la ambientación de la historia. Su fuente de inspiración es una obra de teatro, con el mismo título, del dramaturgo Eugene O’Neill. No faltan, por tanto, los ecos de esas familias trágicas y desgarradas que O’Neill creaba para los escenarios.

Delbert Mann es uno de los directores de la generación de la televisión y desde su debut en los cines con Marty su carrera iba ascendiendo. Continuó de la mano del guionista Paddy Chayefsky, pero en 1958 adaptó dos obras teatrales para llevarlas a la pantalla, y detrás de ellas no estaba la mano original de Chayefsky. Por una parte, la tragedia de O’Neill (que lo convertiría en guión el escritor Irwin Shaw), y por otra una obra teatral coral del británico Terence Rattigan, que dio como resultado una película redonda y delicada, Mesas separadas.

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El último homicidio (Once a thief, 1965) de Ralph Nelson

El último homicidio

Eddie y Kristine, en un espejismo de felicidad.

El último homicidio es la historia de un hombre que fracasa en la vida, pero que hasta el final trata de redimirse. Un hombre joven que ha sido un delincuente, se ha separado de su hermano (un gánster que le ha arrastrado por la mala vida) para no delinquir, ha estado en la cárcel, pero ha intentado reinsertarse en la sociedad, encontrar un trabajo y formar una familia. Un inmigrante italiano que no ha encontrado su sitio, pero que lucha cada día por sus sueños (en forma de barca para surcar los mares y pescar). Cuando está en un momento de máxima felicidad, con su mujer, su hija pequeña, una casa y un trabajo, vuelve a aparecer el pasado que le golpea de manera brutal, y su frágil y “perfecto” mundo se desmorona. Ralph Nelson, uno de los directores de la Generación de la Televisión, vuelve con la historia de una caída, como ya hizo en su primer impresionante largometraje para la pantalla de cine, Réquiem por un campeón.

Nelson se sirve de la crudeza, la violencia y la sensualidad, pero también de un tono de melancolía e impotencia, con gestos y miradas que lo dicen todo, para contar el destino de Eddie Pedak (Alain Delon), un joven que arrastra una vida perra desde Trieste a EEUU. Como era una coproducción con Francia, el personaje principal es el actor francés en plena popularidad, en la cumbre de su belleza física y en su imagen de joven rebelde (sin embargo, en la película hace de italiano). Eddie Pedak se convierte en uno de esos personajes hasta arriba de defectos, pero que luchan por sobrevivir, con vulnerabilidad a cuestas y que están impregnados de una humanidad que duele.

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Otras voces en la guerra (y II). Juegos prohibidos (Jeux interdits, 1952) de René Clément/El prestamista (The Pawnbroker, 1964) de Sidney Lumet

Esas otras voces en la guerra que muestran los daños y horrores de esas contiendas a las que arrastran a los seres humanos políticas e ideologías que no construyen, sino que derrumban, destruyen y matan. Y dos películas que tratan los estragos de la Segunda Guerra Mundial desde otra perspectiva, otras miradas, otras voces…

Juegos prohibidos (Jeux interdits, 1952) de René Clément

Juegos Prohibidos

Atrapar el universo de la infancia no es tarea fácil. Pero, de pronto, hay realizadores que con un lazo lo atrapan y cuentan una historia con una mirada de ese niño que nunca nos abandona. Así ocurre con René Clément y sus Juegos prohibidos. Con una sensibilidad especial se introduce en el mundo de dos niños, Paulette y Michel, y muestra cómo la muerte se ha instalado en su día a día, en su cotidianidad. Así el realizador francés deja una película durísima pero de una belleza especial.

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Llamada para un muerto (The deadly affair, 1966) de Sidney Lumet

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… Con El topo de Tomas Alfredson quedó claro que el mundo de la Guerra Fría y los espías no es apasionante sino gélido, desencantado y con toda la gama de grises entre los seres humanos que convierten el mundo en un tablero de ajedrez. Ahí hay dobles agentes, traiciones, funcionarios con cara triste en sus oficinas y otros a pie de calle para los trabajos sucios. Lo malo es que ese mundo helado mueve los hilos… Pero no fueron los espías de El topo los que mostraron ese universo frío, antes lo había hecho ya Sidney Lumet con Llamada para un muerto. Y tanto Alfredson como Lumet habían tomado como fuente la literatura de John Le Carré y la serie del espía George Smiley (aunque en la película de Lumet le cambia de nombre).

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Banquete de bodas (The catered affair, 1956) de Richard Brooks

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Banquete de bodas dentro de la historia del cine tiene un contexto claro. Sí, durante los años cincuenta, en el seno de Hollywood, nacieron varios largometrajes con un acusado realismo social, que bebían de fuentes inspiradoras ubicadas en el cine europeo (ese afán por estar cerca de las personas más humildes, de sacar la cámara a las calles o estar inmersa en la intimidad de las cuatro paredes, esas ganas de contar historias relevantes sobre dramas sociales y sobre temas controvertidos…) y en la televisión americana (curiosamente nuevos cineastas se formarían en este medio y serían conocidos como la Generación de la televisión). Fuentes inspiradoras que tuvieron su cordón umbilical en el Neorrealismo italiano. Estos largometrajes americanos se alejaban del glamour, algunos estaban protagonizados por estrellas que se borraban de golpe esa imagen y se convertían en ciudadanos de a pie, en vecinos. Curiosamente, antes estas historias se habían filmado para la televisión (en ese momento era un medio que se acercaba más al mundo real) y funcionaban de tal manera que los estudios decidían convertirlos en películas. Esta corriente ha seguido teniendo su evolución y su diálogo con otras películas más contemporáneas. En concreto Banquete de bodas haría una buena sesión continua con uno de los exponentes del cine social británico, Ken Loach, y su película Lloviendo piedras. En vez de un banquete de bodas, se cambia el conflicto por un vestido y una buena ceremonia de Primera Comunión.

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Anna Magnani y Tennessee Williams (segunda parte). Piel de serpiente (The Fugitive Kind, 1960) de Sidney Lumet

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La segunda vez que Anna se convierte en heroína de Williams es para hacer algo que sabe bien: una mujer temperamental y trágica. Anna se convierte en Lady y es la protagonista de una tragedia cien por cien sureña. Esta vez el director es Sidney Lumet y su co-protagonista, ese Piel de serpiente, es Marlon Brando. Piel de serpiente forma parte de una de las adaptaciones cinematográficas de obras de teatro norteamericanas que lleva a cabo Lumet en ese periodo: empieza para televisión con Llega el hombre de hielo de Eugene O’Neill, continúa con Piel de serpiente y Tennessee Williamas, sigue con Panorama desde el puente de Arthur Miller, para cerrar de nuevo con O’Neill y Larga jornada hacia la noche.

Del universo Williams elige una obra que no es fácil, La caída de Orfeo, pero que tiene todos los ingredientes de su mundo teatral. El calor siempre está presente, una localidad sureña intransigente, un personaje forastero que llega y no será igual recibido por todos, relaciones complejas, racismo, erotismo, eros y thanatos… Los personajes femeninos, todos, poseen una sensibilidad especial, ‘perciben’ el mundo de una manera distinta y son supervivientes en un mundo hostil y muy masculino que trata de aplastarlas, anularlas. Y los personajes masculinos o son especialmente odiosos o demasiado cobardes y ven su mundo amenazado cuando aparece un forastero, el joven Piel de serpiente, un tipo que va con una cazadora precisamente con piel de serpiente y una guitarra, que no necesita atarse a ningún sitio…, que es libre…

Así surge una película oscura porque va narrando una historia excesivamente trágica, sin esperanza alguna. Y el rostro de Anna, de gran trágica, se pone al servicio de un personaje triste, Lady, casada con un hombre desagradable que posee el negocio del pueblo. Además este se encuentra en las últimas fases de una enfermedad. Él es gran amigo de otro personaje influyente del pueblo, el sheriff, que está bastante a favor de disparar sin juicio alguno y que a su vez está casado con una mujer sensible (Maureen Stapleton) que prefiere no mirar y crearse un universo propio. Y por último también está la familia rica caída en desgracia: y dos hermanos, él alcohólico e infeliz, que rompió hace muchos años el corazón a Lady, y ella con graves problemas emocionales y de salud mental (Joanne Woodward) pero que quita máscaras y suelta verdades además de estar obsesionada con Piel de serpiente.

A esta localidad sureña llega el forastero, un joven con su guitarra en busca de trabajo, es Piel de serpiente. El joven se queda y construye una compleja historia de amor con Lady, además la ayuda a conseguir su sueño…, un merendero muy especial, que está unido a una tragedia de su juventud y a la figura de su padre. Pero Piel de serpiente tampoco es un tipo fácil, le conocemos al principio del todo (antes incluso de los títulos de crédito) en un interrogatorio con un juez donde explica por qué está en esos momentos en la cárcel, cómo trabaja como gigoló en macrofiestas (“para entretener”), como a veces pierde los papeles, y cómo promete que él solo quiere recuperar su guitarra de la tienda préstamos. El juez le deja en libertad si promete no regresar jamás. Así Piel de serpiente no se ata a ningún lugar…, va siempre sin rumbo, hasta que llega al pueblo de Lady, donde despierta distintos sentimientos a cada uno de sus habitantes. Y a Linda la hace salir de una cárcel, de una caja de cerillas, de un ambiente de enfermedad y muerte…, a otro universo de sensualidad, belleza, vida y esperanza donde es posible construir un sueño. El problema es que esa felicidad al primero que desagrada es a su marido…

Desde el principio se masca la tragedia no solo por los personajes y ambientes que van apareciendo sino por pistas que se van dejando a lo largo de la narración cinematográfica. La presencia del calor y el recuerdo de un fuego del pasado. Desde la tienda tétrica del esposo de Lady, hasta la propia comisaria o el local de las afueras del pueblo… Todo es oscuro y deprimente excepto el universo que se van logrando construir poco a poco Lady y Piel de serpiente que culmina en el merendero.

Al blanco y negro de Boris Kaufman, que alumbra momentos tremendamente oscuros pero también deja dosis de poesía visual… cómo cuando se ilumina por primera vez el merendero, le acompaña la triste melodía con aires de jazz que acompaña a los personajes. Su compositor Kenyon Hopkins no era ajeno al mundo de Williams, su música también acompañó a Baby Doll. Y por último una baza importante es la fuerza visual de la extraña pareja, Marlon Brando y Anna Magnani.

Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.

Generación de la televisión y las voces de los perdedores. Vuelve, pequeña Sheba (Come back, little Sheba, 1952) de Daniel Mann/ Requiem por un boxeador (Requiem for a heavyweight, 1962) de Ralph Nelson

Hubo una generación de directores americanos que durante los años cincuenta empezaron a formarse como realizadores en un nuevo formato que prometía y posibilitaba la innovación y experimentación (luego fue tomando otros derroteros donde importaba más los altos niveles de audiencia y el negocio que la calidad y la experimentación), la televisión. Así surgieron además de las primeras series de ficción, los dramas para televisión con actores de prestigio, buenas historias, buenos guionistas y jóvenes directores profesionales y preparados. Fue tal el éxito y la calidad de algunos de estos episodios dramáticos para la televisión, que varios de estos directores dieron el salto a la pantalla con la adaptación al cine de estos formatos televisivos. Así algunos de los casos más conocidos son el de Delbert Mann con Marty o Sidney Lumet con Doce hombres sin piedad. Ambas películas fueron antes un éxito televisivo y después otro éxito en la pantalla. El material de partida de alguno de estos dramas era el escenario de teatro pero también se crearon historias originales para la pantalla de televisión. En su salto a la pantalla, estas películas ya se realizaban fuera del sistema de estudios, al margen o eran proyectos excepcionales del gran estudio de turno, comenzaba a cobrar vida lo que se convertiría en cine independiente. Los directores de la Generación de la televisión se convirtieron en el puente entre los directores de prestigio de los estudios y los que darían paso a la generación del Nuevo cine americano con la caída del sistema.

Las primeras películas de estos directores eran historias cotidianas que daban voz a la otra América, a los perdedores o a los que tenían dificultades para vivir en el día a día. La pantalla trataba temas de realismo social que no estaban siendo tocados en grandes superproducciones o en el cine en general debido, entre otros motivos, porque el código Hays seguía activo y fuerte. Y empeñado en que no se hablase continuamente de dependencias, adicciones, pobreza, injusticia, relaciones humanas complejas… en personas como los propios espectadores, normales y corrientes, sin el glamour de un Marlon Brando o un Paul Newman o una Natalie Wood.

La sesión doble de hoy propone dos películas de dos directores más desconocidos de la Generación de la televisión y que antes fueron dramas para la televisión y después dieron el salto a la pantalla blanca. Son dos películas olvidadas pero ambas magníficas e interesantes a la hora del análisis. Sorprende no solo cómo se cuentan estas historias, sino qué es lo que cuentan y cómo están interpretadas.

Vuelve, pequeña Sheba (Come back, little Sheba, 1952) de Daniel Mann

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Un matrimonio que arrastra toda la amargura y la melancolía de lo que fueron, pudieron ser y son. Se quieren a su manera. Con unos códigos muy especiales. Viven solos, sin hijos. Ella descuidada, solitaria, vencida, hablando siempre del pasado con nostalgia. No para de parlotear. Ha perdido a su perrita Sheba y la echa de menos. Sueña con ella. Él es callado, introvertido, mira resignado pero a veces con infinito cariño a su mujer, sale todos los días a trabajar y lleva más de un año sin beber. Acude a Alcohólicos Anónimos. Ellos son Lola y Doc (Shirley Booth y Burt Lancaster). Y llevan con monotonía y conformidad sus vidas…, unas vidas que no han sido fáciles. De pronto, alguien entra en su hogar y su frágil cotidianidad se va rasgando de nuevo en mil pedazos. Porque Lola y Doc tratan de ser supervivientes y seguir juntos y no hundirse y desesperarse del todo. Ese alguien es una joven estudiante de Bellas Artes, Marie (Terry Moore).

Hay una cita colgada de la pared de las reuniones de Alcohólicos Anónimos donde acude Doc, que recuerdo más o menos así: “Señor, dame determinación para cambiar lo que se puede cambiar, serenidad para aceptar lo que no se puede cambiar y sabiduría para distinguir una de la otra”. Y esto es lo que les va ocurriendo a Lola y a Doc cuando proyectan su pasado en Marie y sus experiencias con los jóvenes que rodean su vida. De golpe, vuelven todas sus frustraciones, sus sueños rotos, sus fracasos, sus miedos, sus secretos, sus errores…, poco a poco vuelven a quebrarse. En silencio. Casi sin darse cuenta de lo que está ocurriendo. Hasta que Doc no aguanta la visión de una botella de alcohol y entonces llega la catarsis emocional y es cuando somos conscientes del infierno que ha vivido Lola y del infierno de Doc. Pero son dos supervivientes emocionales… y tienen que seguir viviendo…

El material de partida de Vuelve, pequeña Sheba es una obra de teatro de William Inge que interpretó con éxito Shirley Booth que es la protagonista también del drama en televisión y en la pantalla de cine (además ese año gano el oscar a la mejor interpretación femenina… y merecido). Y en la pantalla acompaña a la actriz, que compone un personaje femenino complejo y lleno de matices, un Burt Lancaster poderoso como hombre fracasado y sin ilusiones que trata de superar su adicción, el alcohol. Un Burt que pasa de hombre introvertido y gris a estallar y mostrar sus frustraciones de forma violenta a través de la botella. Así el matrimonio de Lola y Doc es un matrimonio complejo que arrastra un pasado (ni mejor ni peor que muchos) y que ha construido un tipo de relación para sobrellevar el día a día. Para sobrellevar esos sueños rotos, esas frustraciones, esos fracasos y errores cotidianos…Y es que como decíamos, comentando otra película, el amor es extraño y puede ser muy doloroso y destructivo.

Daniel Mann además de contar con dos intérpretes que se meten en sus personajes y los modelan y construyen, se encierra en su hogar (sale con ellos tan solo a Alcohólicos Anónimos) y desarrolla su universo frágil que se desmorona con la llegada de la joven estudiante. Y narra esta historia a través de saltos y elipsis temporales atrapando momentos cotidianos e íntimos en el hogar. En el dormitorio, en la cocina, en el salón, en el patio… Encuentros entre el matrimonio. De Lola con la estudiante. De la estudiante con Doc. De los jóvenes que visitan a la estudiante. De los tres. Del cartero con Lola o Lola con la vecina. De Marie con un joven atleta. Y todos estos encuentros privados e íntimos terminan desatando una tormenta…, necesaria para volver a construir el frágil universo matrimonial.

Réquiem por un boxeador (Requiem for a heavyweight, 1962) de Ralph Nelson

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Tres son los perdedores que pululan por Requiem por un boxeador. Un boxeador de pesos pesados, su representante y su entrenador. Los tres llevan juntos casi dos décadas. Y han vivido momentos de gloria y ahora son días de caída en picado. El boxeador Mountain Rivera (prodigioso Anthony Quinn) ha sido tantas veces golpeado que en su última lucha contra Cassius Clay, el médico anuncia que si recibe un golpe más en uno de sus ojos quedará ciego. Así Rivera tiene dos caminos. En uno es apoyado por su entrenador de toda la vida que le aprecia de veras (Mickey Rooney) y por una trabajadora de la oficina de empleo (Julie Harris), encontrar un nuevo empleo digno que le ayude a vivir tranquilo. En el otro, supone ir a parar a los bajos fondos del boxeo, a los ring de lucha, convertirse en un luchador (un wrestler) que gana o pierde según el espectáculo. Y a ese camino le condena su representante (magistral Jackie Gleason) que anda hundido en apuestas no pagadas y otros asuntos turbios, está atrapado y necesita arrastrar a Mountain para sobrevivir.

Réquiem por un boxeador no solo emociona por un Anthony Quinn que arrastra un Mountain Rivera que te parte el alma en cada escena sino porque cuenta una historia cruda y dura hasta el final. Sin respiro. Y te cuenta una historia de perdedores de manera magistral, atestando golpes a la mandíbula sin parar hasta dejar KO al espectador con la última escena.

Ralph Nelson que ya llevó esta historia con éxito a la pantalla de televisión (con Jack Palance como el boxeador, qué ganas también de verlo), salta a la pantalla y cuenta con crudeza una caída al abismo. Conocemos a Mountain desde una cámara subjetiva, es decir, lo primero que sabemos de él es qué mira y cómo sufre sus golpes en el rostro en una mirada que se vuelve cada vez más borrosa. Vemos el rostro del contrincante, Cassius Clay. Cómo cae golpeado y es llevado a rastras fuera del ring… hasta que nos encontramos con su rostro partido frente un espejo…

La dignidad de Mountain, sus ganas de hacer las cosas bien y no darse por vencido, nos lleva de la mano con el corazón encogido. Sus recuerdos, su manera de hablar, su lealtad, su sentido de la amistad, su dulzura ante la mujer que trata de echarle una mano, su miedo al fracaso o al ridículo, su vulnerabilidad… Ralph Nelson arrastra al espectador a un tobogán emocional en tugurios de mala muerte y bajos fondos con sus pinceladas de cine negro, de destino oscuro. Pero regala momentos íntimos, confesiones y revelaciones duras y hermosas a la vez. Y todo va pintando el camino que Mountain toma finalmente, plenamente consciente. La caída libre… La película se abre y se cierra en dos rings muy diferentes. El recorrido vital de Mountain se cierra en círculo. Toda su dignidad se mantiene intacta…

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Sobre la melancolía. Los temerarios del aire (The Gypsy Moths, 1969) de John Frankenheimer/ Bienvenido a casa (Welcome home, 1989) de Franklin J. Schaffner

 … si miramos el adorado diccionario y nos centramos en la palabra melancolía, nos dice una de sus acepciones: “tristeza vaga, profunda, sosegada y permanente, nacida de causas físicas o morales, que hace que quien la padece no encuentre gusto ni diversión en nada” (RAE). El cine puede provocar ese sentimiento en el espectador, esa tristeza vaga, profunda y sosegada (… no permanente, gracias) ante el visionado de ciertas películas empapadas en melancolía. Y eso es solo una de las características que une a las dos obras cinematográficas de nuestra particular sesión doble. Pero las similitudes son más.

Ambas se estrenaron al final de una década… y unen a la melancolía, el desencanto. Y ambas fueron filmadas por directores de esa buena generación de la televisión, preludio del nuevo cine americano. John Frankenheimer y Franklin J. Schaffner, dos realizadores a tener en cuenta con filmografías interesantes. Ninguna de las dos películas funcionó en términos comerciales. La primera se ha ido revalorizando con el paso del tiempo, la segunda ha caído en el más absoluto olvido y solo es recordada con sinopsis desacertadas (Los temerarios del aire, también cuenta con sinopsis antológicas por absurdas) y críticas negativas. Y creo que estas valoraciones son injustas ante una obra póstuma que no es perfecta sino inacabada…

Ambas películas son dramas sensibles e intimistas que dejan al espectador en un estado de tristeza sosegada. Quizá el primer impulso, tras verlas, es quedarse mirando un punto en el vacío… y recordar las melodías de dos grandes de las bandas sonoras: Elmer Bernstein y Henry Mancini.

Los temerarios del aire (The Gypsy Moths, 1969) de John Frankenheimer

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Imposible no sentir la melancolía, la apatía y el desencanto ante Los temerarios del aire. La película transcurre en tan solo unas horas y su argumento es aparentemente sencillo. Tres hombres se dedican a arriesgar sus vidas en saltos acrobáticos por los aires en paracaídas. Ofrecen su espectáculo por distintas localidades estadounidenses. Lugares apáticos, aburridos, monótonos… donde sus habitantes se han encerrado en el conformismo y el aislamiento. Muertos en vida que cuidan las apariencias y tratan de escapar de su ‘cárcel particular’ con las simulaciones tímidas de dobles vidas (vidas subterráneas tan cinematográficas…) igual de vacías… que de pronto se ven asaltados por la ‘emoción’ de un espectáculo que les acerca a la muerte, a sentir algo en sus monótonas vidas.

A cada uno de los protagonistas le mueven distintas motivaciones. Son tres hombres muy diferentes. Está aquel que parece más práctico, extrovertido, fanfarrón y que dice que todo es por el negocio (magnífico Gene Hackman), el joven que está experimentando con todo su miedo y prudencia a cuestas y con un pasado triste en la mochila (un sensible Scott Wilson) y por último un hombre silencioso, introvertido, que parece que no tiene miedo a nada pero que oculta un desencanto profundo y un nihilismo que le hace tirarse al abismo (siempre carismático Burt Lancaster)…

Frankenheimer cuenta la parada en una localidad más… que sin embargo cambiará drásticamente la vida de los tres. Tres perdedores conscientes de su agonía… y la de los demás. Uno disimula esa agonía y se aferra a sueños y creencias; otro el más joven trata de entender esa agonía, comprender a los otros. Y por último, el héroe perdedor que se hunde más y más en el abismo… aunque trate de aferrarse a clavos ardiendo… que finalmente se hielan.

Esa localidad más… no es así para el más joven de los paracaidistas, que recuerda ese punto de inflexión en el pasado que cambió su vida y le convirtió en un ser errante. Ahí vivía con sus padres, un accidente supuso un cambio radical de su existencia… y ahí están todavía unos tíos suyos, lejanos, casi desconocidos. Los Brandon, que habitan una casita burguesa y que además tienen como inquilina a una joven universitaria (brillante Deborah Kerr, William Windom y Bonnie Bedelia). El joven los llama y estos invitan a los tres hombres a su hogar.

Frankenheimer logra una de esas películas donde lo importante es lo que no se cuenta, lo que se intuye. Lo queda atrapado en los silencios, en las miradas, en lo que no se dice o lo que queda atrapado en el subtexto de lo que se declara. Y con una sensibilidad e intimidad extrema muestra a unos habitantes del mundo adormecidos y atrapados. Aburridos, melancólicos, monótonos, desencantados… con miedo a la vida. Solo los paracaidistas consiguen una sensación de libertad y riesgo en sus peligrosas acrobacias pero cuando pisan tierra firme…, continuamente huyen y huyen de un sitio a otro, errantes…

John Frankenheimer coronaría así su fructífera relación profesional con Burt Lancaster (fracaso comercial del tándem). Uno de los atractivos de la película era recuperar a un Burt Lancaster y una Deborah Kerr… que como en 1953 en De aquí a la eternidad vuelven a protagonizar una infidelidad. Aquí sin censuras pero sí con mucha delicadeza y con una desesperanza dolorosa. Kerr muestra a una mujer encarcelada y congelada en su cárcel particular de vida monótona…, para Lancaster supone una ilusión fugaz de no caer en el abismo…

Frankenheimer se muestra virtuoso tanto para mostrar la emoción, la tensión y la acción en las escenas acrobáticas (con cámara subjetiva…) como para pasearnos por la vida gris de una localidad estadounidense de los sesenta, arrastrarnos por la melancolía latente y continúa y asentarnos en una intimidad que oprime…

Bienvenido a casa (Welcome home, 1989) de Franklin J. Schaffner

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Un drama injustamente olvidado y también, creo en mi opinión, injustamente valorado. Bienvenido a casa es la obra póstuma de Schaffner que no pudo realizar el montaje final y esconde así todo el potencial de la película que podría haber sido. Drama melancólico, delicado y con momentos muy hermosos que plantea el duro regreso a EEUU de un ‘desaparecido’ en la guerra de Vietnam. Ha tardado casi veinte años en volver… Y su regreso no es un camino de rosas.

Es un regreso que quiere ser enterrado y poco o nada publicitado por el ejército de los EEUU. Después de una guerra tan impopular como Vietnam, que marcó a toda una generación de jóvenes, y que trajo todo el desencanto de un país que se creía todopoderoso…, no les conviene reconocer que se cometieron más ‘errores’ y que es posible que haya más desaparecidos en combate como el protagonista, vivos, al otro lado del Pacífico. Es un regreso que remueve vidas: la de la joven esposa que quedó ‘viuda’ demasiado pronto y con un niño entre sus brazos que ahora ha rehecho su vida y la de un padre al que devolvieron a un hijo en un ataúd. Y la de un soldado que no se siente héroe, arrastrando mucho horror, miedo y dolor en su mirada, que tan solo trató de sobrevivir. Y esa supervivencia suponía también olvidar su vida pasada y aferrarse a su presente junto a una campesina y sus dos hijos atrapados en ese momento en un campo de refugiados camboyano.

Es una película de curar heridas, de recuperar un pasado, de redefinir lazos… y todo lo hace a través de la melancolía, con un ritmo pausado, con un tempo de calma. Una melancolía que quiere ser superada… Así Schaffner atrapa momentos íntimos y delicados con sus protagonistas y los convierte en cercanos.

Schaffner aprovecha la química entre sus actores y crea escenas muy limpias y elegantes con una emoción cercana. El desaparecido es Kris Kristofferson. A su regreso a EEUU, además de intentar por todos los medios que su familia al otro lado del mar pueda estar a su lado, vuelve a contactar con el pasado. Así vuelve a contactar con el padre (el veterano Brian Keith), sus conversaciones destilan verdad. Y también con la esposa (JoBeth Williams) que dejó que junto al hijo adolescente de ambos (al que nunca pudo conocer, ni siquiera sabía de su existencia) han construido otra existencia junto a un buen hombre (Sam Waterston), que tiene sus dudas y que no sabe cómo enfrentarse a la nueva situación pero lo intenta hacer lo mejor posible.

Así el director deja a Kristofferson recrearse en un baúl de los recuerdos donde encuentra una vieja cazadora de su juventud. A un padre tratando de volver a reír con su hijo, de conectar con él y con su dolor. A una mujer también aferrada a los recuerdos del pasado junto a un hombre que amó… pero que ahora tiene otra vida que también la reconforta… mientras escucha un disco de vinilo con una canción de Elton John, Your song. A un marido que entiende a la esposa y al hijo adolescente pero que no sabe cómo ayudarles y que tiene mucho miedo a perder lo que ha construido durante años. O el dilema de un adolescente que se creó una imagen del padre ausente y muerto… y ahora se encuentra con otro padre que no esperaba…

Los momentos más débiles, endebles y carentes de fuerza son los que suceden al otro lado del Pacífico y toda la trama militar que son los que nos recuerdan que es una obra inacabada que podría haber sido perfecta y seguir la estela de obras como El regreso de Hal Ashby. Sus puntos fuertes, el desarrollo del drama familiar, las redefiniciones de las relaciones, la recuperación del pasado y la reconstrucción de un futuro posible para el protagonista al lado de los que le conocen y quieren…

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