El genio del melodrama. Cuando Douglas Sirk se llamaba Detlef Sierck

Un melodrama rural: La muchacha del páramo.

La fascinación por los melodramas estadounidenses de Douglas Sirk continúa vigente. Es imposible no estremecerse ante secuencias como el entierro de Annie; la soledad de Cary frente a un televisor; Ernst y Elizabeth, enamorándose entre el ruido de las bombas o el baile de Marylee, mientras su padre agoniza. Sin embargo, fue uno de tantos cineastas alemanes que tuvo que emigrar a EEUU debido al nazismo. Antes de ser Douglas Sirk se llamó Detlef Sierck y trabajó durante los años treinta en la UFA; sin embargo, cuando Josef Goebbels se dio cuenta del poder del cine y tomó el control de la productora alemana en 1937, Sierck se dio cuenta de que sus días allí estaban contados. Así que con su segunda esposa, Hilde Jary, una actriz judía, decidió abandonar el país.

Y es que su propia vida personal podría ser una película del género que le identifica. Sierck se casó en primeras nupcias con la actriz de teatro Lydia Brincken con la que tuvo a su único hijo, Klaus Detlef Sierck. Brincken abrazó el ideario nazi y parece ser que hizo todo lo que estuvo de su mano para impedir que su exesposo mantuviese algún contacto con su hijo. Klaus se convirtió en un popular niño prodigio del cine alemán. Durante la Segunda Guerra Mundial fue reclutado como soldado y falleció en Ucrania. Es inevitable pensar que la bellísima Tiempo de amar, tiempo de morir es un homenaje de un padre a su hijo desconocido.

Cuando Sierck pisó EEUU ya era un reconocido cineasta alemán y en esas películas de la UFA puede sentirse su destreza y sensibilidad para el melodrama. En estas líneas pasearemos por cuatro de sus películas alemanas donde se percibe con claridad que había un cineasta que sabía escribir con su cámara. De hecho, las cuatro son elegantes y sofisticados melodramas. En estos fotogramas en blanco y negro ya se respira esa tremenda melancolía y el dominio de la puesta en escena para alcanzar la catarsis y la emoción que se reflejaría en su filmografía americana. Sí, ese cine que es «sangre, lágrimas, violencia, odio, muerte y amor».

En 1935 lleva a cabo una adaptación de un relato de Selma Lagerlöf y surge un hermoso y delicado melodrama rural, La muchacha del páramo. Karsten, un joven granjero, se encuentra casi sin quererlo entre dos mujeres: Gertrud, la hija del más rico del pueblo, con una personalidad arrolladora, pero defensora acérrima de sus privilegios y la tímida Helga, la joven del páramo, rechazada por la comunidad, después de haber sufrido el abuso del patrón en la casa donde servía. Con la primera está a punto de casarse y a la segunda le da trabajo en la granja de sus padres.

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Diccionario cinematográfico (230). Casas con personalidad propia

Con la muerte en los talones

¿Te vienes a casa?

Hay casas o mansiones en la pantalla de cine, que no olvidas. En unas te quedarías a vivir siempre. En otras preferirías no haber entrado. Son casas con personalidad propia, con vida. Por supuesto, están las clásicas e inolvidables. Hay habitaciones que no se te olvidan nunca.

Hitchcock nos regala varias: la casa de Norman Bates, Manderley, la casa de Atormentada o la maravillosa casa donde vive el villano de Con la muerte en los talones, diseñada por Frank Lloyd Wright.

Si seguimos con el cine clásico, Frank Capra nos ofrece en sus películas casas apetecibles, como esa que se cae a pedazos, pero siempre tiene aires de hogar en Qué bello es vivir o esa donde vive una familia caótica y que se resiste a abandonarla en Vive como quieras.

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La muerte se equivocó… y una sombra. El difunto protesta (Here comes, mr. Jordan, 1941) de Alexander Hall/El cielo puede esperar (Heaven can wait, 1978) de Warren Beatty, Buck Henry/Sombra enamorada (The gift of love, 1958) de Jean Negulesco

Uno de los temas estrella del cine y que ha recibido distintos tratamientos a lo largo de su historia ha sido sin duda la muerte. Y sobre todo tratando de responder una pregunta: ¿qué hay después de la muerte? O ¿qué ocurre con los seres queridos? La sesión doble parte de una obra de teatro de Harry Segall que saltó a la pantalla en los años cuarenta y luego ha tenido otros remakes, pero rescatamos el de Warren Beatty. Y de propina un melodrama especial y desconocido de Jean Negulesco. Las tres tienen en común el elemento fantástico. Y ese elemento es lo que une a un ciclo de películas maravillosas (muchas de ellas reseñadas en el blog) como Las tres luces (también conocida como La muerte cansada) o Liliom, ambas de Fritz Lang; La muerte de vacaciones, de Mitchell Leisen; A vida o muerte, de Michael Powell, Emeric Pressburger o Dos en el cielo, de Victor Fleming. Aportamos tres más a esta colección que merece la pena.

El difunto protesta (Here comes, mr. Jordan, 1941) de Alexander Hall

El difunto protesta

En la mirada de una persona está el secreto…

Nos encontramos con un personaje muy capriano, un boxeador al que le gusta tocar el saxo y también volar. Un hombre sencillo y bueno. Antes de un campeonato muy importante para él, tiene un accidente de avión, que termina con su vida… ¿o no? Vemos a nuestro protagonista Joe Pendleton (Robert Montgomery) acompañado por un hombre muy eficiente (Edward Everett Horton), en una especie de cielo, quejándose de que no le corresponde morir, que tiene que regresar para el combate. Niega su muerte. Pero el eficiente funcionario del cielo quiere que suba a un avión. Por fin se encuentran con el tranquilo mr. Jordan, del título original, con el rostro de Claude Rains, que es el jefe de todo el cotarro, de llevar a los destinatarios al cielo. Mr. Jordan descubre que el eficiente funcionario es nuevo y que no ha esperado a la muerte de Joe, sino que se lo ha llevado antes. Descubierto el error, cuando van a devolver a Joe a su cuerpo… se dan cuenta con horror de que ha sido incinerado. ¡No hay más remedio que buscar otro cuerpo del gusto de Joe!, que le permita además alcanzar sus sueños: ser el campeón de boxeo. Y en el camino de esa búsqueda, siempre en compañía de mr. Jordan y el eficiente funcionario, se topará con el cuerpo de un millonario, Bruce Farnsworth, que no ha sido muy buena persona y además va a morir asesinado por las dos personas más cercanas de su vida (su mujer y su secretario personal)… Joe quiere huir despavorido hasta que ve a miss Logan (Evelyn Keyes), que quiere entrevistarse con el millonario, porque por sus decisiones su padre se encuentra injustamente en la cárcel. Se enamora totalmente de ella y quiere ayudarla. Decide tomar ese cuerpo de manera provisional…

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Carol (Carol, 2015) de Todd Haynes

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En Carol, una mano sobre un hombro encierra una historia que va a ser desvelada. La película de Todd Haynes es un relato cinematográfico que encierra un círculo perfecto. Nada sobra, nada falta. El director ha construido una trilogía del melodrama moderno, donde dos de sus películas muestran los años 50 en EEUU y su representación en la pantalla de cine y una serie de televisión que hace hincapié en un tipo de películas del Hollywood clásico que se denominaban women films (y cuyo género estrella era el melodrama). A Carol le anteceden Lejos del cielo y la serie de televisión Mildred Pierce. Si en Lejos del cielo elaboraba una nueva lectura de Solo el cielo lo sabe además de homenajear la representación de la vida de los 50 del realizador de melodramas Douglas Sirk; en la serie Mildred Pierce se adentraba en los años de la Depresión (pero se inspiraba en su representación fílmica en un fotógrafo que empezó a brillar en los años 50 y que su huella puede perseguirse también en Carol, Saul Leiter) para presentar un remake (y, otra vez, una nueva lectura) de una popular woman film, Alma en suplicio de Michael Curtiz (y ambas adaptaban con su mirada diferente la novela de James M. Cain). Y en Carol elabora su propio melodrama, arrancando de un material literario, donde busca la aproximación necesaria y personal de unos años 50 (y con distintos referentes) que le permiten contar un encuentro entre dos mujeres.

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La usurpadora (Back Street, 1932) de John M. Stahl

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Si a principios de este año escribí que la característica del melodrama La calle de atrás de David Miller en los años sesenta era el paroxismo emocional que culminaba en un desatado triple final, sorprende cómo la primera adaptación de la novela de Fannie Hurst, Back Street, dirigida por John M. Stahl en 1932 sea un melodrama contenido y por eso emocionante. Contiene verdad. Porque se acerca más a la premisa del amor sin condiciones. Se entiende perfectamente el drama de Ray (Irene Dunne), una mujer que asume, con dolor y sacrificio, ser ‘la otra’ sin querer serlo… cuando además tiene varias oportunidades de acabar con ese papel pero ya se sabe que a veces no se puede controlar al destino… ni de quién te enamoras. El espectador se da perfecta cuenta a qué se refiere el título original, qué significa vivir siempre en la calle de atrás. Y curiosamente mientras La calle de atrás de Miller se queda como un disfrute total del melodrama desatado pero a la vez algo trasnochado y pasado de moda, La usurpadora se convierte en una película por la que no pasa el tiempo, moderna y transgresora que además supone otra obra cinematográfica a tener en cuenta de un periodo rico en posibilidades, el pre code. Y esa modernidad se debe a la sinceridad, el realismo y los matices que plantea en un tema muy cinematográfico, el adulterio… y sobre todo el personaje que sale ganando es Ray, muy por encima de su oponente masculino que sí se rige por los cánones de la época, ese principio de siglo XX entre la tradición y el modernismo.

Muchas de las películas de los años treinta de John M. Stahl tuvieron su remake en los cincuenta y en los sesenta. Digamos que Douglas Sirk convirtió a Stahl en una sombra. Por eso su obra es bastante más desconocida pero cada nueva incursión en sus películas se desvela a un director sensible y pausado capaz de construir melodramas mucho más racionales y coherentes que sus hermanas de los cincuenta y sesenta (que es su locura, colorido y exageración emocional lo que por otra parte les convierte en especiales). Es descubrir a un director con un trazo suave al realizar narración cinematográfica de calidad.

Así La usurpadora presenta escenas de puro cine sin exaltación y sí mucha emoción además de reflejar cómo el destino interviene en las vidas de sus protagonistas (como en tantas películas de romanticismo exacerbado… y siempre viene a la cabeza, Tú y yo). El que Ray llegue tarde a la cita de un concierto al aire libre con su enamorado y su madre (cuando éste aún no se ha casado oficialmente con su prometida y puede parar, quizá, el enlace) supone el momento en que sus vidas cambian para siempre. Ella convirtiéndose en ‘la otra’ cuando años después vuelve a encontrarse con él. Y él en un hombre ‘condenado’ a una vida de apariencias (y también bastante egoísta porque no renuncia a la posición social y laboral que le da su matrimonio pero no deja que Ray reconstruya su vida y se aleje de él).

La usurpadora es Irene Dunne y recorre toda una vida… desde una joven llena de vitalidad y libertad que decide por sí misma (y muy válida profesionalmente) hasta una mujer anciana y madura que ha sacrificado (porque lo ha querido así, también ha sido libre) todo por amor a un hombre que vive una doble vida… pero la confina a ella a la calle de atrás (por las presiones sociales). Así Ray no se realiza ni en el mundo laboral, en el trabajo. Ni tampoco puede ser madre. Ni puede tampoco relacionarse y crearse su propio círculo de amistades, no puede prosperar socialmente… Ella se sabe mujer enamorada y decide ser ‘la otra’, asumir ese papel con todas las consecuencias. Asumir el egoísmo del amado. Y asumir la soledad y el rechazo.

Así Stahl cuenta con elegancia una historia que transcurre en el tiempo y que tiene como protagonista a una mujer que asume su papel de ‘la otra’ sin reprochar ni pedir nada a cambio. Sin exigir. Una historia construida a través de esperas, silencios, miradas y conversaciones cruciales. Y además una historia inteligente porque no estamos hablando de una mujer sumisa sino de una mujer que decide libremente o que no ve otra salida para estar con el hombre que realmente ama en esos momentos. Ella tiene oportunidad de irse con un amigo que siempre la ha querido, de trabajar y de realizarse como madre… pero sabe que se engañaría porque todo eso lo hubiera querido con el hombre que no puede estar a su lado.

En muchos momentos sientes la soledad de Ray… la mujer en la sombra. En ese transatlántico donde todo el mundo se relaciona menos ella que pasea por la borda y mira el mar, mientras espera que el hombre que ama pueda hablarla o acercarse a escondidas. Que sufre la mirada de odio y rechazo de unos hijos que ven como su padre engaña a su madre… y no saben toda la versión.

No hay ningún momento de paroxismo emocional o exaltación exagerada y sin embargo los momentos finales te tienen sin respiración y te trasladan también a una catarsis emocional… triste, real, creíble…

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