Feliz Navidad 2023 y buena entrada al 2024. Reflexiones cinéfilas con Cita en San Luis (Meet Me in St. Louis, 1944) de Vincente Minnelli y Ricas y famosas (Rich and famous, 1981) de George Cukor de fondo.

La Navidad en Cita en San Luis es un estado en el que apetece habitar.

Hace tan solo unos días tuve la suerte de presentar un libro de lo más interesante Navidad, amarga Navidad. El cine que Papá Noel no quiere que veas (Applehead Team, 2023). El libro en cuestión reúne cuatro ensayos cinematográficos, enmarcados por un prólogo y un epílogo, sobre las distintas maneras de abordar la Navidad desde el cine de terror (haciendo hincapié en los slasher), el de acción (tipo La jungla de cristal o Acorralado), en la fantasía (desde el cine de Tim Burton hasta distopías maravillosas o películas con seres mágicos) o en la sátira cinematográfica antinavideña (con familias tirándose de los pelos o personas con malas pulgas decididas a fastidiar todo lo que pueden).

Una de las cosas que me quedó muy clara leyendo cada uno de los textos, con revelaciones que merecen la pena y buenas miradas, es que no es tan fácil definir la Navidad y más en pleno siglo XXI.

Qué es exactamente. Qué celebramos. Qué se mueve a su alrededor. Qué significan estas fiestas. Qué son esos días marcados en el calendario: Nochebuena, Fin de Año, Reyes… Qué supone eso del espíritu navideño y luego dónde se queda.

De dónde sale toda esa decoración que viste las ciudades y las casas de otra manera. Qué es esa mezcla extraña entre lo religioso, lo pagano y lo absolutamente comercial… Qué es la Navidad.

Alrededor de este periodo festivo se ha movido no solo el cine, sino también la literatura y la música. Y las miradas sobre ella son diversas, mostrándonos de nuevo la dificultad de atrapar el significado de dicho periodo.

¿Por qué esos árboles decorados, las luces a mansalva, los personajes como Papá Noel, los ciervos, los Reyes Magos, los camellos, los mercadillos, el fin de año y las campanadas, las comidas especiales…? Qué es esa eterna canción de Navidad dickensiana…

Al final, ¿no creéis?, cada uno tiene o vive su propia Navidad. Y yo me siento identificada con un significado que puede verse bien en Cita en San Luis (Meet Me in St. Louis, 1944) de Vincente Minnelli o en Ricas y famosas (Rich and famous, 1981) de George Cukor. También hay ecos de ese significado en una obra de teatro: La larga cena de Navidad de Thornton Wilder.

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Redescubriendo clásicos (1). Sangre en Filipinas (So Proudly We Hail!, 1943) de Mark Sandrich / Miedo en la tormenta (Storm Fear, 1955) de Cornel Wilde

Sangre en Filipinas (So Proudly We Hail!, 1943) de Mark Sandrich

Sangre en Filipinas, la historia dura de un grupo de enfermeras en la Segunda Guerra Mundial.

Películas bélicas en tiempos de guerra. Sangre en Filipinas esconde varias sorpresas. En plena Segunda Guerra Mundial, Hollywood pone en marcha la maquinaria. Se estrenan un montón de títulos de dicho género. Algunos meramente propagandísticos y otros que encerraban bastante más. Sangre en Filipinas, un éxito de público y taquilla de aquellos tiempos, muestra un sorprendente drama bélico con un punto de vista bastante atractivo. La guerra desde el punto de vista de las enfermeras que trabajaban en primera línea.

Mark Sandrich, habitual director de películas de Fred Astaire, sorprende con Sangre en Filipinas, un drama bélico de gran fuerza emocional con momentos muy a tener en cuenta cinematográficamente hablando. La gran baza de este largometraje de la Paramount es obviamente su reparto femenino con tres grandes estrellas de Hollywood y un grupo de buenas secundarias. Los roles masculinos corren a cargo de actores que encontraron su oportunidad por no estar en aquellos momentos, por distintos motivos, en el campo de batalla, no como otras estrellas de cine que estuvieron durante esos años fuera de las pantallas cinematográficas.

Por otra parte, presenta un reflejo de la guerra bastante crudo y no un momento de victoria, sino de incertidumbre total. De no saber muy bien qué es lo que iba a ocurrir en un futuro próximo. Justamente la película ilustra cómo el ataque inesperado a Pearl Harbour cambia el destino de un grupo de enfermeras que terminan en Filipinas, en concreto en Bataán, y el asedio continuo que sufren por parte del ejército japonés. Así se presenta la historia sin una imagen edulcorada y sí es bastante realista al reflejar el trabajo incansable y valioso de este grupo de mujeres. La película empieza con la evacuación de las enfermeras de la zona de combate, pero sin saber cuál será el destino de sus compañeros ni si acabará de una vez la guerra.

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10 razones para amar El callejón de las almas perdidas (Nightmare Alley, 1947) de Edmund Goulding

El monstruo de El callejón de las almas perdidas es la clave de esta historia.

Razón número 1: Una historia negra

No es fácil encajar El callejón de las almas perdidas en un género concreto. Es una película negra, muy negra. Oscila entre el cine negro más puro y el drama psicológico. La ambigüedad moral de la mayoría de sus personajes, el que todo conduzca al protagonista a un destino cruel, el relato de una caída sin redención posible, la atmósfera que atrapa, el uso certero del blanco y negro, la construcción perfecta de sus personajes, el buen reflejo de la manipulación… Es una obra cinematográfica pesimista sobre el ser humano y la supervivencia en un mundo hostil, propia de los tiempos que corrían, con una Segunda Guerra Mundial todavía cercana y mucho desencanto a cuestas. Es tal la fuerza de esta historia tan negra, que aún hoy sobrecoge.

La película cuenta como base con la novela de William Lindsay Gresham, que publicó en 1946 (editada en castellano con el mismo título que el film) y tuvo éxito inmediato. El autor fue un hombre con una vida tormentosa y perseguido por la sombra del alcoholismo. El motor de arranque para escribir dicha historia fue precisamente una anécdota que le contaron durante su estancia como voluntario en la Guerra Civil Española. Dicha anécdota versaba sobre un número de feria para el que se empleaba a un hombre alcoholizado.

Razón número 2: El relato circular perfecto: el monstruo

Uno de los puntos fuertes de El callejón de las almas perdidas es la perfección del relato cinematográfico en su estructura. Es una historia circular sobrecogedora. Nada más conocer a Stanton Carlisle (Tyrone Power) sentimos lo que le atrae y le sobrecoge «el monstruo» de la feria donde ha recalado para ganarse la vida y prosperar. El monstruo nunca se ve, solo sabemos que es uno de los números que más atraen al público. Un ser salvaje que se come a animales vivos y crudos (le tiran a una poza gallinas vivas y la gente se asombra de cómo las devora).

Tan solo se refieren a él. Stanton se pregunta que cómo alguien puede caer tan bajo, no lo entiende, pero a la vez le fascina. Porque por lo que nos van revelando «el monstruo» fue un artista de feria que tuvo su momento de gloria, pero que cayó en la pesadilla del fracaso y el alcohol. Ahora es una persona enferma con deliriums tremens, que consigue sus dosis de alcohol y cobijo con ese trabajo degradante en la feria.

Lo que aterra es cómo se nos va revelando poco a poco que «el monstruo» solo era un aviso del destino que le espera a Stanton, que también prospera y tiene éxito hasta que su propia ambición y malas artes le hacen caer desde lo más alto. La película plasma uno de esos finales que no se olvidan.

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Tres dramas de Katharine Hepburn y Spencer Tracy

Siempre que se habla de amores de cine, se recuerda la historia entre Katharine Hepburn y Spencer Tracy. Da la casualidad también de que ambos protagonizaron juntos la friolera de nueve largometrajes. De esas nueve son más recordadas las comedias, sobre todo: La mujer del año, La costilla de Adán y Adivina quién viene esta noche.

Pero estos actores, estrellas del sistema de estudios y muy carismáticos ambos, protagonizaron también tres dramas con grandes directores, que el público del momento respaldó por varios motivos: por la química que desprendían y porque además era un secreto a voces su historia de amor, pese a que Tracy no se divorció nunca de su primera esposa y madre de su hijos, Louise Treadwell. Pero también porque dos de ellas estaban muy cercanas a las circunstancias históricas y políticas que se estaban viviendo y la tercera en cuestión dejaba ver cierta apertura a la hora de reflejar ciertos temas señalados por la censura (el famoso código Hays).

Sin embargo, hoy en día estos tres dramas no son las películas más recordadas de ambos actores, pero tampoco de sus directores. Dos de ellas hay que contextualizarlas bajo la amenaza de la Segunda Guerra Mundial y otra en plena posguerra y la tercera es un melodrama familiar en el lejano Oeste, mostrando claramente un triángulo amoroso. Por orden cronológico, los tres dramas son La llama secreta (Keeper of the Flame, 1942) de George Cukor, Mar de hierba (The Sea of Grass, 1947) de Elia Kazan y El estado de la unión (State of the Union, 1948) de Frank Capra. Vistas hoy en día sí que es cierto que las tres no son películas redondas ni perfectas, pero no obstante merece mucho la pena su análisis, pues tienen muchas cosas que rescatar.

La llama secreta (Keeper of the Flame, 1942) de George Cukor

George Cukor, Katharine Hepburn y Spencer Tracy contra el fascismo en La llama sagrada.

No es de extrañar que rápidamente trabajaran juntos de la mano de George Cukor, cómplice y amigo de Katharine Hepburn, una vez se conocieron durante el rodaje de La mujer del año. Ella fue musa de muchas de las películas del realizador a lo largo de toda su filmografía.

Cukor se lanzó en aquel momento a rodar una de sus películas que dejan ver que es tiempo de guerra y además transmite un mensaje muy concreto. Para ello se sirve de dos grandes estrellas, Katharine Hepburn y Spencer Tracy, con una química muy especial. La película debe contextualizarse en un hecho muy concreto: el 7 de diciembre de 1941, EEUU, tras el ataque en Pearl Harbor, entra de lleno en la Segunda Guerra Mundial. Luego no es de extrañar que la maquinaria de Hollywood se pusiera en marcha y proliferara el binomio cine y propaganda para que los espectadores asumieran, apoyaran y entendieran por qué estaban en guerra.

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Una película en una sola secuencia

Charles Chaplin en El peregrino. Una secuencia que revela al genio.

No hace mucho vi por primera vez La calle del Delfín Verde (Green Dolphin Street, 1947) de Victor Saville. Es uno de esos dramones románticos y de aventuras que te enganchan desde el minuto cero. La película en su conjunto es algo irregular, pero, de pronto, tiene secuencias que justifican absolutamente su visionado. De ahí surgió una reflexión de cómo una secuencia no solo puede salvar un largometraje, sino que sobrevive también como unidad independiente. A través de un secuencia se puede definir una película. Así que después de ver La calle del Delfín Verde, pude disfrutar bajo esta premisa de otras dos películas que tenía pendientes: Un lugar en el sol (A Place in the Sun, 1951) y El peregrino (The Pilgrim, 1923). Y ahí va un breve análisis de tres secuencias.

1. La secuencia que salva la película. En La calle del Delfín Verde (Green Dolphin Street, 1947) de Victor Saville hay un montón de personajes secundarios. Dos de ellos protagonizarán una de las secuencias que salvan la película. Muchos son los motivos del mérito. En tan solo unos segundos cuenta toda una historia de amor. Es una secuencia de actores y guion. Por una parte, Edmund Gwenn y Gladys Cooper. Por otra, el guionista Samson Raphaelson.

La secuencia está contada desde el punto de vista de Marguerite Patourel (Donna Reed), una de las dos hermanas protagonistas, que es testigo de la historia de amor de sus padres en el lecho de muerte de la madre. Sophie Patourel (Gladys Cooper) se despide de su esposo Octavius Patourel (Edmund Gwenn) y le confiesa cómo se casó con él enamorada de otro hombre, pero a lo largo de los años ha ido amándole por lo vivido juntos. Lo emocionante es ver el rostro de Octavius ante las palabras de ella, y cómo le revela a su amada esposa que siempre supo lo que le está contando, pero que él siempre la ha amado con la seguridad de que podía hacerla feliz. Es tal la emoción contenida en esa secuencia y tan hermosa la historia que cuenta, que solo por ella merece la pena ver esta película.

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Ráfaga de películas que no tuvieron un texto propio

Siempre hay una alfombra roja de películas que una va viendo y se quedan sin texto propio. En un verano que no he parado, también he sacado tiempo para ver largometrajes que me apetece confesar qué huella me han dejado. He decidido ir nombrándolas e ir destacando algo de ellas para que no caigan en olvido en mi memoria. Tal vez alguna de ellas en un futuro tenga su propio texto. Pero por si acaso, aquí va una breve presencia en el blog. No voy a seguir orden alguno, iré escribiendo sobre ellas según las vaya recordando.

Nop de Jordan Peele, con un héroe de rostro inmutable (un estupendo Daniel Kaluuya).

La primera es para recordarme que tengo que volver al ritmo habitual de pisar la sala de cine, pues además hay varias que espero no perderme próximamente. Me apetecía ver Nop de Jordan Peele, ya que no me he perdido las dos anteriores: Déjame salir y Nosotros. Pues bien en ese cine espectáculo donde hay idas de olla, fuerza visual, amor al cine, un héroe en estado de shock con rostro imperturbable (un estupendo Daniel Kaluuya), influencias de cine de terror, de western, de cine serie B, de aventuras, de ciencia ficción…, yo me lo pasé de miedo. No buscaba más, por cierto. Lo mejor para mí es lo que más controversia genera: el chimpacé Gordy.

Una de las películas que me faltaba para completar la filmografía de Ingrid Bergman era Las campanas de Santa María (Bells of St. Mary’s, 1945) de Leo McCarey. Después del éxito de Siguiendo mi camino (Going My Way, 1944), sobre las aventuras del padre padre O´Malley (Bing Crosby) en una parroquia, McCarey decide continuar sus andanzas con una secuela. Dicho padre llega a un colegio de monjas, donde la madre superiora es ni más ni menos que Bergman. Leo sabía filmar con emoción, y esta película tiene una secuencia reveladora de este arte: el ensayo de una representación navideña alrededor del portal de Belén por un grupo de pequeños alumnos, que terminan cantando el cumpleaños feliz alrededor del nacimiento.

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Sesión doble de Dorothy Arzner. Hacia las alturas (Christopher Strong, 1933) / Baila, muchacha, baila (Dance, Girl, Dance, 1940)

Dorothy Arzner, momentos de gloria durante los 30. Hacia las alturas (Christopher Strong, 1933)

Cynthia, siempre volando libre… con todas las consecuencias.

Hay tres aspectos que llaman poderosamente la atención de esta película de Dorothy Arzner. El título original alude a Christopher Strong (Colin Clive), el personaje masculino. Un prestigioso y acaudalado político que lleva una vida de éxito, entregado a su esposa Elaine (Billie Burke) y a su díscola hija (Helen Chandler). Está convencido de que los cimientos de la felicidad son la patria, la familia y la lealtad a su mujer. Un personaje que ve saboteada su recta y conservadora vida cuando conoce a Cynthia Darrington (Katherine Hepburn), una joven e intrépida aviadora.

En el momento que aparece Cynthia, el señor Strong va quedando rezagado en la historia para ser totalmente eclipsado por la joven que hace tambalear sus creencias. Sin embargo, el nombre de esta no corona la cinta. Y no es de extrañar, porque la heroína decide sacrificarse para que su amante siga fiel a sus principios. Prefiere precipitarse al vacío. Al final, Christopher Strong seguirá su plácida y recta vida, sin saber ni siquiera que su amante esperaba un hijo. Es el protagonista masculino el que se queda en el mundo, sin viajar hacia las alturas. Es muy significativo que la primera noche que se conocen, Cynthia invite a Strong a subir al avión y volar con ella, le invita a que deje de pisar por un periodo de tiempo la tierra, y se deje llevar, que vuele con ella.

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El susto (Shock, 1946) de Alfred L. Werker

El susto, una buena película de serie B, que refleja la psicología de una época.

Una mujer joven, que espera reencontrarse con su esposo en un hotel, es testigo de un asesinato a través de una ventana: un hombre y una mujer están discutiendo sobre su divorcio. De pronto, él pierde los estribos, coge un candelabro y golpea en la cabeza a su contrincante, matándola. La testigo se queda en estado de shock. Cuando llega su marido, preocupado, llama al médico del hotel, quien le dice que su esposa está así por haber vivido un fuerte trauma. El doctor le recomienda que la atienda un brillante psiquiatra, que también se hospeda en el hotel. Al entrar el psiquiatra en la habitación, descubrimos que es el asesino, el hombre que ha matado a su esposa con un candelabro. Y él por la ubicación de la habitación y por dónde ha sido encontrada la víctima se da cuenta de que pudo ver lo ocurrido en su habitación.

No hay duda de que la premisa de El susto es buena. Forma parte de esa galería de películas sobre personajes que sin quererlo son testigos de asesinatos, y lo que pasan y padecen hasta que ocurre la resolución del caso. También es una producción de serie B de la Twentieth Century Fox para acompañar programas dobles. Normalmente eran largometrajes con menos presupuesto y con actores y actrices que no eran estrellas. Solían ser películas de género (western, policial, ciencia ficción o terror). Dentro de este tipo de producciones se encuentran largometrajes a tener en cuenta y a directores que eran verdaderos artesanos, que buceaban además en una especie de libertad creativa. Uno de ellos fue Alfred L. Werker, que tiene unos cuantos títulos llamativos en su filmografía, entre ellos el que analizamos hoy.

El susto es además una película que acompaña al espíritu de la época. La Segunda Guerra Mundial acaba de terminar y las emociones y el estado de ánimo de la población está a flor de piel. Las emociones fuertes están al orden del día. Por ejemplo, la protagonista, Janet (Anabel Shaw), va a reunirse en un hotel con su marido Paul (Frank Latimore), un combatiente al que habían dado por muerto, pero en realidad había estado dos años en un campo de prisioneros. Cuando la joven esposa llega, le dicen en recepción que no habían recibido el telegrama donde realizaba la reserva y que no hay habitación libre. Ella se agita, pues es ahí donde tiene la cita con su marido, y este además todavía no está. El director del hotel oye su historia y al sentir su desesperación, le consigue habitación por esa noche.

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Diccionario cinematográfico (236). Monja

Monja de celuloide. Nos ha dejado un montón de protagonistas de una larga y variada filmografía.

«Monja», cuando miramos el significado en la RAE nos dice que es una persona que pertenece a una orden religiosa y vive en un monasterio o bien que es una religiosa de una orden o congregación. Si nos vamos a la pantalla de cine, hay muchas monjas de celuloide para recordar que viven en monasterios o en otros lugares y que pertenecen a una orden o congregación. Incluso alguna falsa monja, que utiliza los hábitos como disfraz.

Hay actrices que han hecho varias veces de monjas, y han protagonizado historias difíciles de olvidar. Por ejemplo, Deborah Kerr se puso los hábitos en la maravillosa y extraña Narciso negro (Black Narcissus, 1947) de Michael Powell y Emeric Pressburger. Una congregación de monjas viven en un templo del Himalaya y se ven envueltas en un clima de sensualidad que las atrapa. Deborah es la madre superiora. Por otro lado, nos encontramos en otra emocionante película a la hermana Ángela, la única habitante de una isla del Pacífico. En su camino se cruza un marine estadounidense con cara de Robert Mitchum. Para colmo los japoneses invaden la isla. Al final, queda una historia de amor imposible entre una monja y un marine. Me estoy refiriendo a Solo Dios lo sabe (Heaven Knows, Mr. Allison, 1957) de John Huston.

También Audrey Hepburn vistió los hábitos en dos películas: por un lado, Historia de una monja (The Nun’s Story, 1959) de Fred Zinnemann. Interesante biografía de una joven belga que se mete a monja, y se cuenta todo lo que le ocurre desde 1927, cuando entra como novicia a la estricta orden Hermanas de la Caridad de Jesús y María, hasta 1944, año en que en plena Segunda Guerra Mundial decide abandonar la orden, después de múltiples experiencias, por ejemplo, en el Congo. La otra ocasión en que Hepburn se vistió de monja fue para poner punto final a una historia de amor mítica: la de Lady Marian y Robin Hood. Una mujer, abadesa, y un hombre ya cansado de tanta aventura ponen punto final a un romance que nunca se ha extinguido. “Te amo más que al amor”.

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Feliz año 2021. Los visitantes de la noche (Les visiteurs du soir, 1942) de Marcel Carné

A Guilles, uno de los visitantes de la noche, le pilla por sorpresa el amor.

Acabo de soñar con dos figuras de piedra en un paisaje bucólico, al lado de una fuente. Creo que allí corre el año 1485. En el interior de esas figuras laten dos corazones. Qué hermosa manera de dejar atrás el año 2020, contemplando por primera vez Los visitantes de la noche. Esas dos figuras de piedra esconden a Anne (Marie Déa) y Gilles (Alain Cuny). Durante las dos horas que ha durado mi sueño, me he enamorado perdidamente de Guilles, un enviado del diablo. Un enviado del diablo que sin esperarlo ni quererlo se enamora. Al principio tiene el corazón frío, y sufre por ello. Pero termina amando locamente a Anne. El hielo de su corazón que late se resquebraja.

Gilles cabalga junto a Dominique (Arletty) por el mundo. Ambos son enviados por el diablo a su próximo destino, el palacio del triste barón Hugues (Fernand Ledoux), para sembrar la discordia entre los hombres. Allí, pronto va a casarse la bella hija del barón, Anne, con el frío caballero Renaud (Marcel Herrand). Por supuesto, en un matrimonio de conveniencia, como no podía ser de otra manera en el medievo. Y, por eso, en palacio están de fiesta, y reciben a todo tipo de artistas. De esta manera, Gilles y Dominique no tienen ningún problema en presentarse como jóvenes trovadores.

En el momento en que Gilles canta una triste canción de amor salta la chispa entre el trovador y la hija del noble. Por otra parte, la misteriosa Dominique realiza bien su trabajo y aprovecha para, a pesar de estar vestida como un joven muchacho, lanzar el anzuelo tanto al barón Hugues, que hasta ese momento solo vivía para el recuerdo de su esposa fallecida, como al caballero Renaud. De hecho terminará provocando el enfrentamiento de ambos y sembrará la desgracia en palacio.

Lo que el diablo (Jules Berry) no se esperaba es que uno de sus emisarios, Guilles, le fallara. No solo este no siembra malos sentimientos, sino que se enamora sin remedio. Así que decide presentarse como un viajero en mitad de la noche, y siembra enseguida la confusión, la tragedia y el caos, como todo un profesional, además de castigar a su mensajero. Todo sin perder la sonrisa. Lo que tampoco se imagina es que caerá rendido ante la inocente, sencilla y pura Anne, capaz de todo por amor. El diablo, de pronto, desea convertirse en un hombre enamorado y vivir tranquilo en la tierra. No podrá vencer al amor que ha nacido entre Guilles y Anne.

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