El ángel de la calle (Street Angel, 1928) de Frank Borzage

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Janet Gaynor era la estrella del momento. La primera en recibir una estatuilla dorada, un oscar. Y se la premiaba por tres interpretaciones: Amanecer de F.W. Murnau, El séptimo cielo y El ángel de la calle, ambas de Frank Borzage. Además El séptimo cielo la emparejó por primera vez con Charles Farrell y se convirtieron en la pareja romántica que todo el mundo quería admirar en pantalla. De hecho El ángel de la calle, fue un proyecto impulsado por el tremendo éxito de El séptimo cielo. Ironías del destino, diez años después su luz se apagó. Janet Gaynor se convirtió en una de las primeras actrices que se enfrentaría a la ‘tiranía’ del sistema de estudios y abandonó su exitosa carrera cinematográfica en 1938. Un año antes volvió a ser nominada por su papel en Ha nacido una estrella de William A. Wellman.

Murnau, director alemán admirado, llegó a Hollywood con un halo de leyenda. El director europeo llegaba para elevar el cine a la categoría de arte y así lo demostró con Amanecer donde Gaynor interpretaba a una sensible campesina que se enfrenta a las tiranías de la vida urbana. Su esposo cae en las tentaciones de la gran ciudad y llega un momento en que piensa que su dulce esposa no es más que un impedimento para su futura felicidad. Los enormes ojos y la mirada de Janet Gaynor se quedaron como una marca de su registro como actriz.

Pero ahí estaba también el director norteamericano Frank Borzage con una sensibilidad especial y elevando el cine a la misma categoría de Murnau con las dos obras cinematográficas antes citadas y con los ojos de Janet en ellas. En el imprescindible libro sobre el director de Hervé Dumont (Frank Borzage. Sarastro en Hollywood) se dice que “sabemos que Borzage ha estudiado el rodaje de Sunrise y que, en reciprocidad, Murnau ha expresado su admiración por Seventh Heaven y ha asistido algunas veces al rodaje de The River”. También señala que a Murnau le impresionó tanto la fotografía de El ángel de la calle que contrató al equipo de Palmer e Ivano para su siguiente trabajo en Hollywood. Tanto Amanecer como El séptimo cielo se rodaron ambas en 1927.

Pero el cine también es industria, y cuando se dan cuenta del potencial de Janet Gaynor y Charles Farrell en El séptimo cielo…, la maquinaria de Hollywood quiere otra película donde ambos se enamoren. Se la encargan a Borzage y él vuelve a crear pura emoción cinematográfica. Así tanto El ángel de la calle como El séptimo cielo ‘recrean’ una Europa especial: los bajos fondos de principios del siglo xx… La primera transcurre en París y la segunda en Nápoles para contar ambas una historia de amor fou que llega al éxtasis y a la trascendencia entre dos seres al margen de la sociedad. Las dos gustaron muchísimo al público de la época.

Frank Borzage vuelve a crear formalmente una película prodigiosa, impecable, y no es ninguna tontería decir que logra algo cercano a la poesía visual. Sabe ‘reformular’ el éxito de El séptimo cielo y las dos forman un dúo de películas sobre el amor y la trascendencia.

Esta vez la historia es la de Ángela y Gino. Ella es una muchacha pobre que ante la necesidad de comprar una cara medicina a su madre moribunda, se ve abocada a la calle. Primero intenta mendigar, después prostituirse… sin éxito. Cuando ve a un hombre en la barra de un bar soltar el dinero que necesita, se precipita hacia los billetes… con tan mala suerte de que en ese momento pasa una pareja de policías que la detiene. En un juicio rápido e injusto la condenan a un año de cárcel por robo y prostitución. Ella es un ángel de la calle. Pero Ángela huye y vuelve al cuarto de su madre donde ésta ha fallecido. La policía la ha seguido y la joven sale por la ventana hasta que consigue esconderse en el interior de un tambor de una compañía circense. Posteriormente se ha convertido en una de sus estrellas, es una joven que no cree en el amor, desencantada, vivaracha, con carácter, que huye de su pasado. Y se cruza en su camino un joven pintor bohemio e idealista, Gino, que se une a la compañía. El joven desea pintarla… y realiza un hermoso retrato donde capta toda la pureza de Ángela. Quita su máscara de chica dura. Pero el pasado siempre regresa. Y las adversidades ponen a prueba el amor puro de los dos jóvenes (tan puro que cuando regresan a Nápoles, los dos viven en habitaciones separadas).

Otra vez vuelve a funcionar la sensibilidad y sensualidad entre Gaynor y Farrell. Y otra vez los dos son capaces de crear un universo propio donde alimentar su amor. Esta vez su manera de llamarse es a través de un silbido repetitivo, la famosa canción napolitana O sole mio.

También se producirá un milagro trascendental. Los dos han caído en una espiral de desolación y desgarro. Parece que el amor entre ambos está destruido. Durante sus penurias como joven pareja enamorada, él decidió vender el hermoso retrato de Ángela a un ‘estafador’ que falsifica la imagen convirtiéndola en una madonna antigua y vendiéndola como si fuera una obra de un gran maestro de la antigüedad… En su último encuentro, los dos están rotos. Él desencajado por el odio y el desencanto, ya no cree en ese amor puro e ideal que había creado con la amada, ya no puede pintar y está alcoholizado y él mismo ha perdido su encanto e inocencia… Ella recién salida de la cárcel, desvalida y hambrienta, y triste porque su amor no ha logrado los triunfos y sueños que ella pensaba. Se da cuenta que no sirvió de nada ocultarle su pasado. Se encuentran en el puerto y ella no puede creerse el odio que siente en los ojos de Gino. Huye despavorida, Gino la sigue y terminan los dos en una capilla. Cuando la pareja está en un momento especialmente dramático, Gino alza la vista y se encuentra con el retrato de la madonna, con la mirada de Ángela. Y ella suplicándole que la mire de nuevo a los ojos, que sigue siendo la misma de siempre. El milagro se hace realidad. Gino y Ángela vuelven a recuperar su amor perdido… y salen juntos de la iglesia.

La película es bellísima en cada una de sus partes, Frank Borzage no sólo muestra un total dominio del lenguaje cinematográfico sino también las influencias del cine europeo, sobre todo el cine alemán.

Desde la presentación, al principio, del barrio de Nápoles donde reside Ángela… con un paseo que realiza la cámara mientras nos narra la historia. Hasta las gigantescas sombras de los reclusos en las paredes. Y también muestra el cuidado en los decorados, así se vuelve a construir un precioso universo aparte para los dos amantes, pero igual de humilde que en El séptimo cielo con escenas llenas de sensibilidad. También son impresionantes las escenas circenses, sobre todo una en la que Ángela está subida en unos altos zancos mirando al amado que está junto al mar… O toda la escena final en el puerto… el paseo de ambos perdidos, la persecución, la escena de la iglesia y la reconciliación final…

… Ha sido una suerte poder disfrutar de El ángel de la calle y caer de nuevo en un amor fou. Es de esos visionados que recomendaría sin pensármelo dos veces.

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George Méliès. La magia del cine

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Cuando hay conocimiento pero también pasión y cariño de por medio ocurre que de pronto un ciudadano puede entrar en un mundo mágico donde la ilusión y la fantasia son los ingredientes principales. Y eso ocurre con la magnífica exposición Georges Méliès. La magia del cine y es que es un lujo cuando una muestra está tan bien hecha y cuidada. Hildy Johnson entró a las 10.00 de la mañana y no salió hasta la 13.30…

Y es que el viaje merece la pena… porque se aterriza en el universo de Méliès (1861-1938). Y no se quiere salir de él. Así la imagen icónica de esa luna cuyo ojo es atravesado por una nave espacial simboliza cómo el realizador-creador (y mil cosas más) se dio cuenta de que el cine era algo más que imágenes en movimiento. El cine podía plasmar lo imposible. Todos los sueños se reflejarían en la pantalla blanca. Y así en ese estudio acristalado (desgraciadamente desaparecido), Méliès dio rienda suelta a la imaginación. Y se podía ir a la luna o al fondo de los mares. Y surgían demonios, bailarinas que salían de linternas mágicas, magos que hacían desaparecer a damas, una luna que era seducida por el sol, cabezas que se volvían gigantes y estallaban, fantasmas, muertos vivientes, magos, monstruos, bellas mujeres sentadas en estrellas…

Además no sólo disfruta el cinéfilo sino también el curioso porque Méliès era una especie de Leonardo Da Vinci que protagonizó una vida de película. Así era capaz de realizar todo tipo de dibujos para atrapar todo lo que producía su mente. Se convirtió en un buen mago y arrendó el mítico teatro de Robert Houdin. Allí aprendió a ser director de teatro, actor, decorador, técnico… Después descubrió las primeras proyecciones de los hermanos Lumière y se enamoró de esa nueva forma de expresión… y entonces fascinado se convirtió en realizador, productor, actor, director artístico y de efectos especiales y distribuidor… A principios de siglo tenía casi un imperio de sueños. Pero en la década siguiente todo se fue desinflando hasta que terminó arruinado y en olvido como vendedor de juguetes en el vestíbulo de la estación de tren de Montparnasse en París.

Y es que ahora mismo Méliès no es un gran desconocido sino que todavía es reciente el fenómeno editorial de La invención de Hugo Cabret, un cuento ilustrado de Brian Selznick, que fue llevado al cine en 2011 por Martin Scorsese que realizó un sentido homenaje al cine. Y el centro del libro y la película es George Méliès. Así el realizador es un rostro reconocible. Cercano. Un rostro que despierta curiosidad…

Cada sala, exquisitamente cuidada, muestra un aspecto del universo de este creador que vio en el cine la posibilidad de lo fantástico. Así indagamos en todas sus influencias y damos un paseo interesantísimo por el pre-cine. Los espectáculos de magia se mezclan con las sombras chinas o las linternas mágicas y otros aparatos, antes del proyector, que atrapaban el movimiento. En un espacio nos encontramos con el fascinante mundo de las fantasmagorías y en otro descubrimos esas primeras imágenes que proyectaron los Lumiére. Más allá nos enfrentamos con el escenario del teatro Houdin y sus carteles o con todos aquellos artilugios que hacían posible fenómenos donde la lógica no tenía sitio.

Después cuando Méliès ya tiene todo su arsenal de imaginación y fantasia y dispone de una cámara de cine se despliega su mundo en la pantalla blanca y entonces el visitante se convierte en ‘espectador’ de sus obras cinematográficas y monta en la nave que le hará llegar a la luna. Así en un viaje increíble irá pasando pantalla por pantalla a mundos inimaginables. Porque si algo destaca en el universo de este realizador es que no hay sitio para la lógica o la coherencia y sí para la sinrazón y los fenómenos extraños.

De alguna manera el visitante se convierte en un viajero de sueños de celuloide que no quiere abandonar la nave y que espera llegar a esa luna imaginada… que sobrevive en su subsconsciente.

Nota: la exposición ha sido organizada por la Obra Social ”la Caixa” en colaboración con La Cinémathèque française y se puede visitar en Caixaforum Madrid (Paseo del Prado, 36) hasta el 8 de diciembre… Es una buena disculpa para una escapada. Está abierta todos los días de 10.00 a 20.00 horas y la entrada al recinto es de 4 euros.

Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.

Los muelles de Nueva York (The docks of New York, 1928) de Josef von Sternberg

 

… Eran los tiempos en que el petróleo todavía no había sustituido al carbón y los grandes medios de transporte necesitaban para moverse el trabajo de los fogoneros… Los muelles de Nueva York, la niebla y los barcos. Unos hombres se encuentran en las tripas de uno de ellos. Han realizado una larga travesía y han echado carbón sin parar para que el barco se deslice. Ellos se presentan con sus cuerpos sudorosos llenos de hollín. Ahí está Bill (una mole con el rostro de George Bancroft) que se dispone a fumar un cigarrillo. El barco se ha detenido en el muelle. Su antipático jefe les avisa: tienen la noche libre, mañana zarparán de nuevo. Y Bill se pone delante de unos dibujos obscenos de mujeres desnudas que tienen pintados en una pared a tiza y sonríe. Sus compañeros hacen lo mismo. Esa noche sólo tiene claro que quiere pasarlo bien.

Así arranca una película silente de Josef von Sternberg que es una joya donde el director muestra su capacidad para generar ambientes que no se borran de la mente. De lo sórdido crea lo bello. Recrea. Éste es su secreto. Y su firma. Pero también su peculiar manera de contar y su empleo elegante del lenguaje cinematográfico. Nadie olvida una película de Von Sternberg y sus garitos. Así viene a nuestra cabeza el cabaret de El Ángel Azul, el casino de Sanghai o el garito donde actúa Marlene Dietrich en Marruecos. Y en los muelles de Nueva York, el bullicioso garito Sandbar. Von Sternberg y Dietrich quedaron tan unidos como pareja artística que a veces se olvida que ambos tuvieron sus propias trayectorias por separado… Así existe un Von Sternberg sin Dietrich que crea una sensibilidad especial en sus películas. Entre la sordidez puede surgir la posibilidad de amor. Esto es lo que ocurre en la sencilla trama de Los muelles de Nueva York. Lo que entusiasma es cómo está contado.

Los personajes de esta historia llevan marcado en el rostro y en su cuerpo un destino trágico. Negro. Todo apunta a ello. Bill es un solitario que con un poco de alcohol pierde los estribos. Es fácil que estalle y se vuelva violento, es una mole con una fuerza que asusta. Bill lleva su vida marcada en el cuerpo recubierto de tatuajes. La mayoría de las veces está cubierto por el hollín… pero esa noche toca bajar a tierra, se desprende del carbón pegado a su cuerpo y sus tatuajes con nombres de mujer quedan al descubierto.

Los muelles de Nueva York transcurre tan sólo en unas horas pero son suficientes para cambiar la vida de varios personajes… la oscuridad de la noche y un amanecer que anuncia un nuevo día. Y tan sólo conocemos unos pocos escenarios: las tripas del barco, algo de los muelles cubiertos de niebla, un garito de mala muerte, y la habitación de una mísera pensión…

Cuando Bill busca un garito donde divertirse, oye cómo una mujer se ha tirado al agua. Él la salva. Ella es una prostituta que no quiere vivir, joven y absolutamente desencantada. Se llama Mae (Betty Compson). Ahí empieza todo. Bill buscaba sólo un cuerpo de mujer con el que divertirse y sin comerlo ni beberlo se topa con el amor. Mae era una mujer que ya no tenía ilusión por vivir y encuentra una posibilidad de futuro junto a un bruto, al que sabe tranquilizar, llamado Bill.

Tan sólo hacen falta unas horas para que sus vidas se transformen. Pero sin alboroto alguno. De una manera fluida y natural. Los dos deciden darse una oportunidad aunque no lo tienen fácil. Antes un simulacro de boda oficiado por un sacerdote que sí imprime un carácter espiritual y serio a la ceremonia (como si intuyera que ahí hay algo mucho más serio que una juerga). Una noche de bodas. Y una mañana en que el fogonero piensa que tiene que volver al trabajo, dejar el puerto, vagar de nuevo por el mar. Ahí reposa en la cama otra mujer para otro tatuaje. Lo pasó bien. Y deja el dinero en la mesilla… Pero un intento de asesinato les hace ver que quizá les espera otro futuro y que no tiene por qué ser oscuro.

Y todo lo cuenta Von Sternberg alejándose del melodrama y el folletín y acercándose a una sensibilidad que preludia cine negro y realismo poético. Ahí se encuentran unos cimientos. Además de demostrar que sabe contar con imágenes. El suicidio de Mae lo vemos reflejado en el agua… y el intento de asesinato fuera de cámara. Pero son varios los detalles que nos informan de lo que ha ocurrido. Y sabemos por cómo vuelan unas gaviotas desde la ventana del homicidio que ha sido un disparo…

… En el garito hay rostros, más rostros que permiten esas horas extrañas a los protagonistas. El desagradable jefe de Bill, que también desea a Mae. Lo más representativo de los bajos fondos, hombres y mujeres. Otra mujer desencantada y desilusionada, la esposa del jefe de Bill (la actriz rusa Olga Baclanova que alcanzaría la inmortalidad por su papel en la película de culto La parada de los monstruos). Desde que se casó empezó su sufrimiento, su marido siempre la abandona y desprecia, ella finalmente se ha dedicado a la prostitución. Protege a Mae y ve en ella la posibilidad de un amor verdadero, de que quizá tenga algo más de suerte en la vida… aunque no está muy segura (no sabe si es la noche y el alcohol). Pero en sus ojos queda una esperanza.

Von Sternberg recrea los bajos fondos y como de esos bajos fondos se crea la posibilidad de una historia de amor entre dos personajes excluidos… De la oscuridad, la luz.

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Blancanieves (2012) de Pablo Berger

Blancanieves tiene una cualidad mágica: y es que te lleva al éxtasis continuamente. Te conquista desde la emoción, una emoción tremendamente hermosa. Sales con lágrimas y dando palmas… y estas dos actividades tan distintas pueden conjugarse. Porque Blancanieves es un trabajo de orfebrería, de artista cuidadoso en extremo (con colaboradores que tienen el mismo concepto de arte), para dejar al espectador una obra completa y redonda. Y algo sumamente valioso es que te lleva a cotas extremas de sentimiento pero a la vez permite un análisis profundo de varios aspectos que hacen de esta obra cinematográfica un ejercicio intelectual grandioso.

Con Blancanieves te puedes meter en varios terrenos. Y yo me quedé enganchada a tres de ellos. Aún espero volver a meterme otra vez en la sala de cine y descubrir más caminos…

En Blancanieves se mueve una identidad fantasmal de un país que tiene una historia triste (como casi todos los países), un reflejo con una serie de claves que confluyen. El desgarro y el grito de esa España que supo reflejar un Federico García Lorca que se fundía con la Argentinita, el mundo de los toros y el folclore popular. La España deformada y trágica que extrajo Goya de sus pinturas negras y Valle Inclán de sus espejos deformantes hacia el esperpento. La picaresca de Quevedo de unos seres humanos que con miseria e ironía encaran una vida sórdida. Esa España negra… la España oculta de Cristina García Rodero que con una poderosa fuerza visual hizo que surgieran unas imágenes de un país anclado en el tiempo. Esa España de pandereta, copla y toreros que fue una de las únicas cosas exportables de un país bajo la dictadura que silenciaba voces. Así el cine de antes y después del dolor de una Guerra Civil mostraba un país que cantaba, daba palmas y donde el súmmum era la historia entre el torero y la coplera. Y así llegaba nuestra imagen a otras partes del mundo… del mito de Carmen (… visión de Sevilla de un francés a mediados del siglo XIX) se unía la novela del escritor español más internacional, Vicente Blasco Ibáñez, Sangre y arena. La España del cotilleo fácil y el famoseo falso y efímero que aleja al personal de la realidad que le rodea. La España que se ríe de la desgracia ajena para alejar la suya propia. Un cotilleo que destruye y crea falsos espejos y envidias insanas. Un cotilleo que arrastra víctimas por el camino. Blancanieves desgarra con un país triste que se consume entre vítores…

Blancanieves es cine silente puro que se construye con su lenguaje cinematográfico. Ahí nos topamos con el segundo terreno. Y es también una conjunción de la historia del cine universal. No sólo es un ejercicio absolutamente medido del montaje bien hecho sino que sus imágenes destilan esencia de estilos y referencias que finalmente confluyen en un estilo único que da una coherencia maravillosa a la ‘pieza’ cinematográfica. Hacía tiempo que no veía unas transiciones tan absolutamente hermosas… como esa visión de la luna que se convierte en la ostia sagrada que toma Carmen el día de su primera comunión. O ese maravilloso plano que anuncia un cambio desgarrador en la vida de la protagonista cuando un traje blanco se mete en una tina y aparece totalmente negro. O esa imagen hermosa del paso de la infancia a la adolescencia de Carmen.

Emoción es lo que destila toda una galería de primeros planos de diferentes rostros. Desde Eisenstein a Dreyer pasando por Abel Gance. A las espaldas de Blancanieves descansa el lenguaje del melodrama con esas divas del cine mudo que eran casi diosas (Lilliam Gish y sus personajes bondadosos que sufrían toda clase de desgracias, Greta Garbo y sus sacrificios por amor o la sensualidad de Joan Crawford que es imposible olvidar en Garras humanas).

El espíritu de ese otro Hollywood, un Hollywood que destilaba poesía de lo horrible, pulula por los fotogramas de Blancanieves. Y nos viene a la cabeza, de nuevo, imágenes de otra obra maravillosa de Tod Browning, La parada de los monstruos. Otras imágenes recrean la pátina de ese Hollywood también deformante y grotesco, de grand guignol a lo Aldrich. Así el personaje de la madrastra con rostro de Maribel Verdú nos trae a la mente Qué fue de Baby Jane o ese Hollywood decadente de El crepúsculo de los dioses.

También recorremos esa imagen de relato cinematográfico que recrea lo gótico, fantasmagórico y terrorífico. Esa imaginería de grandes mansiones y las historias desgarradas que ocurren en su interior. Como si nos topáramos de nuevo con Manderley o con Thornfield. O con los secretos tras la puerta a lo Lang.

Blancanieves pulula también por el cine patrio y desgarrado. Pinta de oscuro y poesía la España de la copla y el mundo del toreo. El espíritu de Buñuel pulula por los fotogramas pero también la tristeza y belleza de un Víctor Erice que mira a través de los enormes ojos de una niña (El espíritu de la colmena) o refleja de manera intensa la relación hermosa entre padre e hija (con ecos de El Sur). No puedo dejar de mencionar una de las escenas más hermosas, a mi parecer, que es esa niña de enormes ojos vestida de folclórica, que pone un disco donde canta su madre y baila con su padre que se encuentra en una silla de ruedas, en esa habitación prohibida.

Y el tercer terreno en el que me quedé absolutamente enganchada fue en cómo se conserva la esencia del cuento en el que se inspira. Pablo Berger introduce el universo que captaron los hermanos Grimm en su plasmación de este cuento y le dota de todo un sentido y una iconografía necesaria para trasladarlo a esa Sevilla ‘inventada’ de los años 20. Así se conservan todos los rasgos que dan identidad al cuento, no elimina la maldad implícita en los relatos populares (que sí eliminaron las versiones de Walt Disney) y deja un final entre hermoso y poético con un tamiz de crueldad, sin traicionar ni el espíritu del cuento ni de la historia que narra, que nos deja en el límite de la emoción intensa.

En esta inspiración del universo Blancanieves lo dota de sus claves (pero con estilo propio) y también deja otras huellas o ecos de otros cuentos populares (como Caperucita Roja, la Cenicienta, Barbazul u otros). En Blancanieves de Pablo Berger no falta la madrasta malvada, el cazador asesino, los ¿siete? enanitos, la manzana envenenada y un espejo muy especial, la revista Lecturas… y el elemento ‘mágico’ del cuento.

Mención aparte cada uno de los actores que encarnan a los distintos personajes de este ‘relato’ cinematográfico. Así como los innumerables rostros de extras que dejan unos primeros planos difíciles de olvidar. Pero haré mención especial a todas las generaciones posibles de actrices femeninas que tienen un rol especial e importante en Blancanieves y todas en su esplendor máximo: una madre coplera con el espíritu de las mujeres de Julio Romero de Torres con cara de Inma Cuesta, la abuela más hermosa, buena y sentida que tiene el rostro de Ángela Molina, la madrasta más perversa entre las perversas y más frívola (Maribel Verdú), una Blancanieves niña con ojos enormes (Sofia Oria) y la Blancanieves adulta con la intensidad y frescura de Macarena García. En el cuidado montaje, que tiene ritmo y rima como un buen poema, no podía faltar una cuidada obra musical de Alfonso de Vilallonga y la selección de melodías y cantos así como el descubrimiento de la voz de Silvia Pérez Cruz.

Blancanieves es una perfecta estructura cinematográfica, con todas las piezas en su sitio, que juntas disparan la emoción del espectador y le hace tocar prácticamente lo sublime, la obra bien hecha (ha sido un proyecto cinematográfico que ha costado años sacar adelante pero ahí está, vivo). Vuelvo a repetir salí llorando y dando palmas…

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El gran desfile (The big parade, 1925) de King Vidor

Lo puedo gritar con boca enorme: El gran desfile ha sido una sorpresa maravillosa. Y me lo esperaba porque a King Vidor cada vez le aprecio más. Vidor realiza una obra cinematográfica en la que ya presenta un tema que es un subgénero muy valioso en el cine bélico y que ha dado grandes obras maestras: las películas antibelicistas. Películas donde la guerra se observa con ojos críticos como sistema destructor de seres humanos y como instrumento de violencia y terror. Donde se muestra con toda crudeza el sinsentido de la guerra. El gran desfile desarrolla con maestría muchos de los antecedentes de este género.

King Vidor presenta su visión de la primera guerra mundial, una guerra extremadamente salvaje y cruel donde los hombres se mataron en los campos de batalla con terribles ‘avances tecnológicos’, un preludio horrible de las cruentas guerras del siglo XX y XXI. Para ello Vidor estructura la película de manera inteligente y expresa con imágenes el horror. Ahora esta estructura puede parecernos previsible, pero aún sigue siendo muy efectiva, pero en aquellos albores del cine silente era una fórmula que se estaba construyendo, pionera.

Así en un principio nos encontramos a un niño bien (un magnífico John Gilbert) de familia acomodada norteamericana que por presiones (de su novia, de sus amigos, de su propia familia) y ante la visión de un desfile que envía hombres al ejército como si fuera lo mejor del mundo para convertirse en héroes, decide enrolarse voluntariamente para luchar en Europa durante la primera guerra mundial. Una vez en el ejército hace migas con dos soldados trabajadores. La guerra no entiende de clases sociales. Y antes de entrar en combate esperan durante un largo periodo en una granja francesa donde los hombres construyen camaradería, gastan bromas, se aburren e incluso se enamoran. Como le ocurre al niño bien que flirtea con una campesina francesa que le corresponde (las escenas del enamoramiento son una delicia… no tiene desperdicio la escena del chicle como elemento de seducción…). Toda esta primera parte transcurre como un periodo festivo, cómico y costumbrista que preludia pronto la desgracia…

Y ésta llega cuando los soldados son realmente llamados para entrar en combate. Y en ese momento el flirteo se convierte en amor. Porque el niño bien recibe una carta de la novia estadounidense y siente remordimiento. Se lo confiesa a la campesina y ésta muestra su tristeza porque realmente le ama. Y sale corriendo. Justo en ese momento en que la historia de amor se transforma en algo serio y trágico son llamados a filas. Y pensamos que John Gilbert junto a sus camaradas va a marcharse a la guerra sin poder despedirse de la amada francesa. Así se desarrolla una escena emocionante y que te tiene en tensión. Los soldados van subiéndose en camiones y marchan hacia el combate y los dos amantes se buscan desesperados entre el gentío hasta que se encuentran en una escena de alto contenido emocional que aún hoy te hace sentir… y toda una lección magistral de empleo de la narración cinematográfica.

A partir de este momento sí que transcurre el verdadero ‘gran desfile’ de los soldados hacia una muerte violenta y sinsentido. Y los tres camaradas se pierden en una inmensa masa. Y las escenas bélicas son demoledoras y sin concesiones. John Gilbert, en un momento, se siente impotente y todo un muñeco en una trinchera esperando una muerte segura y se rebela. Pero de nada le sirve. Siente lo absurdo que es esperar órdenes inútiles mientras un amigo está siendo salvajemente disparado… Los soldados van muriendo o quedando heridos de gravedad. Así en la inmensidad de la batalla van sucumbiendo los tres camaradas. Pero Vidor apunta también al enemigo… que también cae, también tiene miedo y también muere. Así surge una escena impresionante cuando el protagonista cae en un agujero donde está un joven soldado enemigo… y éste ve cómo es un joven solo y asustado… y le termina encendiendo un cigarrillo y le acompaña en su ‘lecho’ de muerte… Hasta que el propio protagonista acaba gravemente herido.

Despierta en un hospital. En una sala de dimensiones enormes donde vemos las secuelas psíquicas y físicas que sufren los soldados. El niño bien, el protagonista, ha sufrido una transformación. Ya no es el chico despreocupado que conocimos al principio de la cinta. El regreso al hogar es duro. Las secuelas físicas son evidentes. El desencanto en su rostro también. Lo que encuentra no es lo que espera (incluso su novia norteamericana ha trasladado su amor al hermano empresario). No llega como un héroe. En esta tercera parte es emocionante el encuentro con la madre, Vidor logra plasmar todo el amor que se profesan… Sólo hay algo que le puede devolver la ilusión por vivir. Y ahí quizá se vea un poco la mano de un productor interesado en el éxito de la película (que lo fue sin duda), lo que llamamos un final a lo Hollywood (esos finales que siguen existiendo y son una firma para bien o para mal) pero que no resiente el resultado porque lo rueda manteniendo una emoción exacerbada (como en los melodramas desbordados). Quizá fue Irving Thalberg el que vio mayores probabilidades de público en salas de cine repletas… con nuestro héroe herido regresando a Francia en busca de la amada campesina…

King Vidor ya se muestra como ese director grande y pionero que construyó junto a otros el lenguaje cinematográfico y que alcanzó cotas maestras en el cine silente (no hay más que recordar esa joya que se llama … Y el mundo marcha). También se nota cómo en el año 1925 todavía no existía el Código Hays no sólo por lo que muestra la película, sino por la violencia de la batalla y su visión claramente antibelicista. O también por una de las escenas más divertidas donde la campesina francesa disfruta y se ríe mientras ve cómo se duchan totalmente desnudos los dos camaradas de su amado… Y también cómo instauró ingredientes vitales para las futuras películas antibélicas.

En El gran desfile destaca también un buen reparto donde recordamos al después vapuleado, durante el periodo de transición del silente al hablado, John Gilbert como protagonista con una interpretación fresca y con un personaje que evoluciona a lo largo de la película. Y a la actriz francesa (que murió joven y sin tiempo de prosperar en el cine hablado) Renée Adorée como la campesina francesa. Los dos camaradas de John Gilbert fueron Tom O’Brien y Karl Dane, ambos trabajaron en diversas películas silentes.

El gran desfile no es sólo para disfrutar su visionado sino para aprender del buen empleo de la narración cinematográfica cuando era todavía un lenguaje pionero y en plena ebullición…

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