Tres dramas de Katharine Hepburn y Spencer Tracy

Siempre que se habla de amores de cine, se recuerda la historia entre Katharine Hepburn y Spencer Tracy. Da la casualidad también de que ambos protagonizaron juntos la friolera de nueve largometrajes. De esas nueve son más recordadas las comedias, sobre todo: La mujer del año, La costilla de Adán y Adivina quién viene esta noche.

Pero estos actores, estrellas del sistema de estudios y muy carismáticos ambos, protagonizaron también tres dramas con grandes directores, que el público del momento respaldó por varios motivos: por la química que desprendían y porque además era un secreto a voces su historia de amor, pese a que Tracy no se divorció nunca de su primera esposa y madre de su hijos, Louise Treadwell. Pero también porque dos de ellas estaban muy cercanas a las circunstancias históricas y políticas que se estaban viviendo y la tercera en cuestión dejaba ver cierta apertura a la hora de reflejar ciertos temas señalados por la censura (el famoso código Hays).

Sin embargo, hoy en día estos tres dramas no son las películas más recordadas de ambos actores, pero tampoco de sus directores. Dos de ellas hay que contextualizarlas bajo la amenaza de la Segunda Guerra Mundial y otra en plena posguerra y la tercera es un melodrama familiar en el lejano Oeste, mostrando claramente un triángulo amoroso. Por orden cronológico, los tres dramas son La llama secreta (Keeper of the Flame, 1942) de George Cukor, Mar de hierba (The Sea of Grass, 1947) de Elia Kazan y El estado de la unión (State of the Union, 1948) de Frank Capra. Vistas hoy en día sí que es cierto que las tres no son películas redondas ni perfectas, pero no obstante merece mucho la pena su análisis, pues tienen muchas cosas que rescatar.

La llama secreta (Keeper of the Flame, 1942) de George Cukor

George Cukor, Katharine Hepburn y Spencer Tracy contra el fascismo en La llama sagrada.

No es de extrañar que rápidamente trabajaran juntos de la mano de George Cukor, cómplice y amigo de Katharine Hepburn, una vez se conocieron durante el rodaje de La mujer del año. Ella fue musa de muchas de las películas del realizador a lo largo de toda su filmografía.

Cukor se lanzó en aquel momento a rodar una de sus películas que dejan ver que es tiempo de guerra y además transmite un mensaje muy concreto. Para ello se sirve de dos grandes estrellas, Katharine Hepburn y Spencer Tracy, con una química muy especial. La película debe contextualizarse en un hecho muy concreto: el 7 de diciembre de 1941, EEUU, tras el ataque en Pearl Harbor, entra de lleno en la Segunda Guerra Mundial. Luego no es de extrañar que la maquinaria de Hollywood se pusiera en marcha y proliferara el binomio cine y propaganda para que los espectadores asumieran, apoyaran y entendieran por qué estaban en guerra.

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Otras voces en la guerra (y II). Juegos prohibidos (Jeux interdits, 1952) de René Clément/El prestamista (The Pawnbroker, 1964) de Sidney Lumet

Esas otras voces en la guerra que muestran los daños y horrores de esas contiendas a las que arrastran a los seres humanos políticas e ideologías que no construyen, sino que derrumban, destruyen y matan. Y dos películas que tratan los estragos de la Segunda Guerra Mundial desde otra perspectiva, otras miradas, otras voces…

Juegos prohibidos (Jeux interdits, 1952) de René Clément

Juegos Prohibidos

Atrapar el universo de la infancia no es tarea fácil. Pero, de pronto, hay realizadores que con un lazo lo atrapan y cuentan una historia con una mirada de ese niño que nunca nos abandona. Así ocurre con René Clément y sus Juegos prohibidos. Con una sensibilidad especial se introduce en el mundo de dos niños, Paulette y Michel, y muestra cómo la muerte se ha instalado en su día a día, en su cotidianidad. Así el realizador francés deja una película durísima pero de una belleza especial.

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Venganza, pasado e infancia. La modista (The Dressmaker, 2015) de Jocelyn Moorhouse / El regalo (The gift, 2015) de Joel Edgerton

Venganza, pasado e infancia, tres ingredientes que no faltan en dos películas muy diferentes. Una viene desde Australia (pero su directora y guionista ha trabajado en EEUU), la otra de EEUU (pero su director y actor secundario también es australiano). Una, disfrazada de melodrama extremo con gotas de exageración, sin miedo al ridículo. La otra, de thriller con susto sobre vecino de pesadilla que invade la intimidad de una pareja a historia con un complejo giro moral. Y las dos con los suficientes ingredientes como para no pasar desapercibidas, pese a ser irregulares (aunque ahí también radique parte de su encanto).

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Anna Magnani y Tennessee Williams (segunda parte). Piel de serpiente (The Fugitive Kind, 1960) de Sidney Lumet

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La segunda vez que Anna se convierte en heroína de Williams es para hacer algo que sabe bien: una mujer temperamental y trágica. Anna se convierte en Lady y es la protagonista de una tragedia cien por cien sureña. Esta vez el director es Sidney Lumet y su co-protagonista, ese Piel de serpiente, es Marlon Brando. Piel de serpiente forma parte de una de las adaptaciones cinematográficas de obras de teatro norteamericanas que lleva a cabo Lumet en ese periodo: empieza para televisión con Llega el hombre de hielo de Eugene O’Neill, continúa con Piel de serpiente y Tennessee Williamas, sigue con Panorama desde el puente de Arthur Miller, para cerrar de nuevo con O’Neill y Larga jornada hacia la noche.

Del universo Williams elige una obra que no es fácil, La caída de Orfeo, pero que tiene todos los ingredientes de su mundo teatral. El calor siempre está presente, una localidad sureña intransigente, un personaje forastero que llega y no será igual recibido por todos, relaciones complejas, racismo, erotismo, eros y thanatos… Los personajes femeninos, todos, poseen una sensibilidad especial, ‘perciben’ el mundo de una manera distinta y son supervivientes en un mundo hostil y muy masculino que trata de aplastarlas, anularlas. Y los personajes masculinos o son especialmente odiosos o demasiado cobardes y ven su mundo amenazado cuando aparece un forastero, el joven Piel de serpiente, un tipo que va con una cazadora precisamente con piel de serpiente y una guitarra, que no necesita atarse a ningún sitio…, que es libre…

Así surge una película oscura porque va narrando una historia excesivamente trágica, sin esperanza alguna. Y el rostro de Anna, de gran trágica, se pone al servicio de un personaje triste, Lady, casada con un hombre desagradable que posee el negocio del pueblo. Además este se encuentra en las últimas fases de una enfermedad. Él es gran amigo de otro personaje influyente del pueblo, el sheriff, que está bastante a favor de disparar sin juicio alguno y que a su vez está casado con una mujer sensible (Maureen Stapleton) que prefiere no mirar y crearse un universo propio. Y por último también está la familia rica caída en desgracia: y dos hermanos, él alcohólico e infeliz, que rompió hace muchos años el corazón a Lady, y ella con graves problemas emocionales y de salud mental (Joanne Woodward) pero que quita máscaras y suelta verdades además de estar obsesionada con Piel de serpiente.

A esta localidad sureña llega el forastero, un joven con su guitarra en busca de trabajo, es Piel de serpiente. El joven se queda y construye una compleja historia de amor con Lady, además la ayuda a conseguir su sueño…, un merendero muy especial, que está unido a una tragedia de su juventud y a la figura de su padre. Pero Piel de serpiente tampoco es un tipo fácil, le conocemos al principio del todo (antes incluso de los títulos de crédito) en un interrogatorio con un juez donde explica por qué está en esos momentos en la cárcel, cómo trabaja como gigoló en macrofiestas (“para entretener”), como a veces pierde los papeles, y cómo promete que él solo quiere recuperar su guitarra de la tienda préstamos. El juez le deja en libertad si promete no regresar jamás. Así Piel de serpiente no se ata a ningún lugar…, va siempre sin rumbo, hasta que llega al pueblo de Lady, donde despierta distintos sentimientos a cada uno de sus habitantes. Y a Linda la hace salir de una cárcel, de una caja de cerillas, de un ambiente de enfermedad y muerte…, a otro universo de sensualidad, belleza, vida y esperanza donde es posible construir un sueño. El problema es que esa felicidad al primero que desagrada es a su marido…

Desde el principio se masca la tragedia no solo por los personajes y ambientes que van apareciendo sino por pistas que se van dejando a lo largo de la narración cinematográfica. La presencia del calor y el recuerdo de un fuego del pasado. Desde la tienda tétrica del esposo de Lady, hasta la propia comisaria o el local de las afueras del pueblo… Todo es oscuro y deprimente excepto el universo que se van logrando construir poco a poco Lady y Piel de serpiente que culmina en el merendero.

Al blanco y negro de Boris Kaufman, que alumbra momentos tremendamente oscuros pero también deja dosis de poesía visual… cómo cuando se ilumina por primera vez el merendero, le acompaña la triste melodía con aires de jazz que acompaña a los personajes. Su compositor Kenyon Hopkins no era ajeno al mundo de Williams, su música también acompañó a Baby Doll. Y por último una baza importante es la fuerza visual de la extraña pareja, Marlon Brando y Anna Magnani.

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Anna Magnani y Tennessee Williams (primera parte). La rosa tatuada (The Rose Tattoo, 1955) de Daniel Mann

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… Una amistad de años entre la actriz y el dramaturgo. Y dos trabajos cinematográficos. Anna convertida en heroína de Williams. Dicen que La rosa tatuada la escribió Williams especialmente para ella pero que su poco dominio del inglés hizo que Anna no se atreviera a subirse a los escenarios de un teatro en EEUU, sí, sin embargo, a protagonizarla un poco después en pantalla de cine. Curiosamente es una obra compleja porque no solo es puro Williams y no solo toca sus temas sino que es una de sus obras más positivas… donde la heroína se tira a la piscina y corta las cadenas que la tienen atada sumergiéndose en el placer, la sensualidad y por qué no, quizá, una vuelta al amor… Así La rosa tatuada se convierte en un extraño film que oscila entre el más riguroso drama hasta convertirse en una comedia que canta el placer de la carne. Y ese conseguido equilibrio es difícil pero resulta no solo por la ambientación magnífica de la película, por la dirección más que correcta de Daniel Mann (del que hace poco analizamos Vuelve, pequeña Sheba, su primer largometraje) sino por la compleja interpretación que llevan a cabo la diva italiana, Anna Magnani, y un Burt Lancaster que cada vez se arriesgaba más en sus roles. Curiosamente es uno de los dramas de Williams adaptados al cine menos recordados o conocidos que otras adaptaciones cinematográficas.

La película tiene un prólogo, una primera parte y una segunda parte. El prólogo y la primera parte marcadas absolutamente por el drama y la segunda por la tragicomedia. El cambio de tono viene dado por la aparición de un nuevo personaje: Alvaro Mangiacavallo. Durante el prólogo y la primera parte conocemos a Serafina Delle Rose y su hija adolescente, Rosa (Marisa Pavan, hermana de Pier Angeli)… y conocemos más información que ellas sobre su esposo y padre, Rosario Delle Rose (uno de esos personajes al que no vemos… pero presente a lo largo de toda la película). Serafina es una mujer profundamente enamorada, inmigrante siciliana afincada en el sur de EEUU y aferrada a fuertes tradiciones de su tierra de origen y también católicas. Está tan enamorada de su esposo que está absolutamente cegada. En el vecindario humilde donde viven, ella trabaja como modista y costurera. Nos encontramos con ella el día que va a anunciar a su esposo que lleva una nueva vida dentro, también el momento en que el espectador conoce a la amante de Rosario que se acaba de tatuar una rosa en el pecho (como el propio Rosario) y que además va a la casa de Serafina para pedirle que confeccione una camisa rosa de seda para su hombre, que es “como un gitano salvaje” y el mismo día en que Rosario fallece abatido por la policía pues además de transportar plátanos en su camión también era contrabandista. Años después vemos a una Serafina aislada y desaliñada, encerrada en su casa junto a sus creencias religiosas. Ella misma se crea una cárcel junto a las cenizas de su esposo, sin asumir su muerte y elevándole a los altares, y haciendo oídos sordos a los rumores que rondan sobre su marido, a lo que se dedicaba y a su infidelidad. En esta cárcel pretende encerrar y aislar igualmente a Rosa, su hija, una buena estudiante, inteligente, guapa y culta pero unida férreamente a su madre a pesar de su cambio de carácter y amargura. Serafina quiere preservar la inocencia y pureza de Rosa pero a pesar de sus intentos, la hija conoce en una baile a un joven marinero y ambos se enamoran. Pero Serafina pondrá absurdos obstáculos a la relación…

Pero el mundo de Serafina se pondrá patas arriba por dos motivos. El descubrimiento evidente de que su marido era infiel y la aparición de otro camionero, Alvaro Mangiacavallo, “un payaso con el cuerpo de mi marido” o “el nieto del tonto del pueblo”. Un camionero simple y primario que pretende a Serafina nada más verla e incluso no duda en tatuarse una rosa en el pecho (ese color y esa flor tatuada están continuamente presentes en toda la película… pues no deja de ser un símbolo, una metáfora de los sentimientos y emociones de los personajes, la camisa de seda rosa, las flores tatuadas en el pecho de tres personajes y aparición de esa misma flor –de una manera espiritual como un milagro, una señal en el pecho de la propia Serafina como ella relata– y por último en el nombre de la hija adolescente). Pero su aparición hará que Serafina vuelva a recordar la pasión, la sexualidad, la sensualidad y la risa… y la posibilidad, después de que el “mito” de su marido caiga por los suelos, de intentar una relación… aunque sea con un perdedor… pero con el cuerpo de su esposo. Esto abrirá la mente de Serafina, abrirá de nuevo las puertas de su casa, sonará la música… y dejará volar a su hija. Y ella seguirá con un futuro incierto. Quizá solo se acueste con Álvaro o quizá puedan iniciar una historia… pero eso es lo que menos importa.

Anna Magnani da toda la dimensión que necesita el personaje: de esposa orgullosa, a mujer derrotada y humillada. De italiana trágica a mujer con una energía y una sensualidad que se escapa por cada poro de su cuerpo y rostro. Del estallido y la lágrima a la risa. De la tragedia a la tragicomedia… Y Burt Lancaster se enfrenta a un personaje muy difícil pues mal interpretado su Alvaro puede no ser comprendido u oscilar hasta el mayor de los ridículos. Así Lancaster presta toda su sensualidad, su rostro y su cuerpo, pero acompañado de una simplicidad que roza la ternura hacia un personaje con limitados sueños y con una energía arrolladora de ganas de vivir y disfrutar a pesar del drama diario que le rodea. Y Marisa Pavan como Rosa crea un personaje sensible que se debate ante el amor a su madre pero su rechazo hacia su forma de comportarse y vivir la vida y sus ganas de amar y ser amada y experimentar con su cuerpo sensaciones…

La dirección de Mann (que también la dirigió en los escenarios y se nota su conocimiento de la obra), la fotografía en blanco y negro de James Wong Howe que crea luces y sombras que nos cuentan mucho y una envolvente banda sonora de Alex North… acompañan de nuevo a ese Sur de Williams donde el calor y los ambientes más humildes así como los bajos fondos afloran en cada fotograma. Las humildes casas del vecindario, la iglesia como lugar comunitario y las imágenes religiosas, el local de mala muerte, Mardi Gras Club (donde por lo visto, tengo que volver a ver la escena, se camuflan entre los clientes el propio dramaturgo y el productor de la película Hal B. Wallis), el local de los tatuajes… acompañan los sentimientos a flor de piel de cada uno de los personajes… y marcan a La rosa tatuada como una extraña película que provoca una fuerte atracción durante su visionado y que traslada a un mundo de sensaciones, emociones y sentimientos donde apenas hay sitio para la racionalidad.

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Londres después de medianoche de Augusto Cruz (Seix Barral. Biblioteca breve, 2014)

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El actor Lon Chaney y el director Tod Browning fueron de esos dúos de profesionales que se unen y dejan un interesante testamento cinematográfico. Juntos rodaron diez películas. Y el éxito del dúo les hizo ir escalando puestos en Hollywood. Sin embargo, como ocurre con gran parte del cine silente…, no todas sus obras se han conservado y el dúo poco a poco cayó en el olvido. Una de sus películas arrastra el misterio y la ilusión de los coleccionistas. Una película perdida… Una historia de vampiros, Londres después de medianoche (1927) y punto de partida de la primera novela del autor mexicano Augusto Cruz. La imagen icónica de Lon Chaney en esa película sí ha pervivido: sombrero de copa, pelo largo y lacio y una dentadura imposible.

Una novela que funciona como artefacto perfectamente construido, su máxima cualidad (además de hacer disfrutar al lector en cada página) es pasar, sin que nos demos cuenta, de un relato de investigación y detectivesco absolutamente racional y con sentido a otro de tinte fantástico y onírico con gotas de irracionalidad aliñado con surrealismo. El límite entre realidad y ficción es extremadamente delgado… o casi no existe. ¿Qué es real, qué es fantástico? Las líneas son borrosas… y más en un mundo absurdo, violento y lleno de incógnitas. Pero también un mundo que deja sitio para las relaciones humanas más singulares, y por qué no, bellas. Un mundo que permite pasiones y hombres y mujeres capaces de todo por el trabajo bien hecho o por vivir hasta las últimas consecuencias una pasión. Augusto Cruz juega siempre, de manera perfecta, a esos limites de lo racional, lo real, lo fantástico, lo onírico e irracional.

La novela además de mostrar un mundo rico y un universo propio lleno de referencias a los relatos de detectives, al cine negro pero también dando un rodeo genial al cine de terror y sus orígenes mudos así como a la ciencia ficción, también deja entre sus páginas un excepcional trabajo de documentación tanto cinematográfico como histórico (a la hora de abordar a algunos personajes importantes de la trama).

Porque el escritor mexicano no deja nunca de jugar a la realidad y a la ficción incluso en sus personajes. La historia empieza con la contratación, por parte de un anciano coleccionista Forrest Ackerman (un personaje real), que arrastra ya serios problemas de memoria, de un exagente del FBI que fue hombre de confianza de J. Edgar Hoover, Mc Kenzie. Y le contrata precisamente para que encuentre un recuerdo de su infancia, la película perdida ansiada por muchos: Londres después de medianoche.

Lo que al principio parece una investigación no más compleja que otras (con la búsqueda y seguimiento de pistas y el uso de la razón para su resolución), supone para Mc Kenzie una bajada a los infiernos, un regreso a su pasado y sus miedos, atormentado, y protagonizar un viaje a lo desconocido, a lo fantástico, a lo misterioso… Un camino lleno de peligros inimaginables que le lleva hasta las profundidades de México, cerca de Tampico, hasta un escenario absolutamente surrealista (y real… hasta aquí puedo leer). Parece que esta película de vampiros arrastra una maldición y todos aquellos relacionados con ella y en su búsqueda terminan arrepintiéndose o no contándolo… pero Mc Kenzie no parará hasta solucionar el caso.

Así Augusto Cruz se mete en un relato apasionante con las fuentes que le apasionan y juega con ellas para crear una historia que atrapa. Y no solo es un genial homenaje a la historia del cine y a unos géneros determinados (y sus orígenes) sino también un viaje interior a la naturaleza humana y a nuestros miedos más profundos y un análisis de lo que supone el misterio, lo enigmático o lo nunca descubierto. Y también un estudio sobre la memoria y los recuerdos. El autor sorprende en su recreación de personajes reales como un anciano Hoover o cómo se inspira para mostrarnos a viejas divas del cine mudo. Pero también logra, con su pluma y su forma de contar alcanzar la esencia del cine que al autor le apasiona y meter a la narración detectivesca y lógica sus dosis de irracionalidad, terror y ciencia ficción. Así, durante la lectura, me vinieron a la cabeza obras cinematográficas que dinamitaban la lógica como La noche del demonio de Jacque Tourneur o por irme a unos creadores más contemporáneos, la vuelta que dan los Coen a su relato cinematográfico, El hombre que nunca estuvo allí.

La novela de Londres después de medianoche es para saborearla y disfrutarla página a página. Y después buscar todas sus referencias, sus caminos y recovecos. Delatar sus entrañas, buscar sus misterios, inmiscuirse en sus anécdotas y dilucidar cuáles son reales o ficticias y sorprendernos. Y sobre todo buenas páginas para seguir alimentando nuestra pasión hacia el cine.

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Yo necesito amor de Klaus Kinski (Fábula. Tusquets editores, 2012)

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Repaso la filmografía de Klaus Kinski que he visionado y me doy cuenta de que apenas he visto títulos y en los que he visto aparece como personaje secundario en la trama: la primera de 1958, Tiempo de amar, tiempo de morir. Y después Espía por mandato, La muerte tenía un precio, Doctor Zhivago, Lo importante es amar y Aquí un amigo. También soy consciente de que tampoco he visto las películas fruto de su relación profesional (tormentosa…) con Werner Herzog: Aguirre, la cólera de Dios, Woyzeck, Nosferatu, Fitzcarraldo, Cobra verde… Casi escuché hablar antes de él como padre de Nastassja Kinski. Su rostro no se olvida. A mí siempre me resultó torturado, desagradable, con ojos donde se siente la locura. Y al hundirme en las páginas de sus memorias ha seguido pareciéndome igual: torturado y desagradable… y una mirada donde se cierne la locura. Pero me ha llamado la atención la sinceridad y brutalidad que destilan estas páginas que al final construyen un retrato sin máscaras de un hombre complicado. No busca ni mucho menos elaborar un retrato amable hacia su persona, al contrario Klaus Kinski se hunde hasta lo más hondo de su alma y desvela sus oscuridades y abismos. Le odias pero también te inspira una pena infinita, un hombre con la tormenta y la violencia siempre encima de su cabeza.

Estas memorias las publicó por primera vez La sonrisa vertical. Y no es de extrañar. Pues Kinski rememora sus actos sexuales con brutalidad y sin sentimiento alguno, llega a tal extremo que a veces provoca la risa en el lector. Pero se nota que es una válvula de escape, una herramienta contra la locura. Sin embargo el trato que reciben las mujeres en las páginas de este libro da miedo… Todas quieren follar ávidas con él, sean doncellas, casadas, viudas, ancianas o jóvenes. Son máquinas sexuales, a veces estas máquinas son dignas de sus alabanzas exageradas. Solo muestra un poco de respeto y algo parecido al cariño con las madres de sus tres hijos reconocidos: Pola, Nastassja y Nanhoi (al que dedica el libro). Hace relativamente poco su hija mayor, Pola, ha escrito un libro de memorias donde acusa a su padre de pederastia y cuenta los ultrajes que sufrió… Y leyendo las páginas de las memorias de Kinski resulta fácil, desgraciadamente, creerla.

Sin embargo sorprende el retrato que surge tras esas memorias. Unas memorias llenas de desgarro, violencia y locura. Comienza su historia mientras realiza unas polémicas representaciones que llevó a cabo en los escenarios teatrales sobre la historia de Jesucristo según su versión y según sus palabras. Y es muy significativo que empiece por ahí, además en un momento en que es vilipendiado por alguien del público y él desata toda su furia. De pronto nos encontramos un texto en las primeras páginas de las memorias que dan el tono exacto de las siguientes páginas (que en realidad son fruto de una pesadilla terrible): “¿A qué llamas tú violento so bocazas? Sí, dentro de mí hay violencia, pero no es negativa. Cuando un tigre despezada a su domador, se dice que ese tigre es violento y se le mete una bala en la cabeza. Mi violencia es la violencia del ser libre, que se niega a someterse. La creación es violencia. La vida es violenta. Nacer es un proceso violento. Una tormenta, un terremoto son movimientos violentos de la naturaleza. Mi violencia es la violencia de la vida. ¡No es una violencia antinatural, como la violencia del Estado que envía a vuestros hijos al matadero, embrutece vuestras mentes y exorciza vuestras almas!”.

Pesadilla terrible que empieza con su infancia. Una infancia en la miseria más absoluta junto a sus padres (una descripción demoledora por angustiosa de su madre) y hermanos. Son unas páginas desgarradoras. Una adolescencia marcada por la guerra y la violencia hasta una juventud en que parece que ‘nace’ con un talento natural para los escenarios y donde experimenta con el teatro adquiriendo una fama casi de leyenda como actor maldito que se atreve con monólogos impresionantes de Shakespeare o sube con los poemas de Francois Villon. Tampoco oculta sus crisis mentales y su dura incursión en un centro psiquiátrico. Su cabeza le juega malas pasadas a lo largo de su vida.

Su relación con el cine también es tormentosa. Solo lo ve como su fuente de financiación y todos los directores, los productores, sus compañeros de reparto son ratas inmundas de las que echa pestes. No se salva ni uno. Por ejemplo, sale mal parado Herzog (madre mía, qué adjetivos le dedica), el único director que repitió varias veces con él (también trabajó varias veces con Jesús Franco pero no le nombra en sus memorias) o tampoco se salvan de la quema clásicos como Billy Wilder o Carlo Ponti o también se ceba con la actriz Maria Schneider. Por supuesto el cine también le proporciona mujeres para sus actividades sexuales. Ni tampoco salva a ni una sola película en la que participase (trabajó en un montón de ellas y en distintas nacionalidades, siempre estaba viajando). De los únicos rodajes que habla algo más largo y tendido pero echando pestes de todos es de los de Herzog (en el fondo creo que son las películas de las que se sintió más orgulloso) y del de Lo importante es amar. Odia todo lo relacionado con el cine: promociones, festivales y premios. Participa en las películas por el dinero que le proporcionan…

No hay paz mental, ni física en la vida de Klaus Kinski. A veces en su furia hace reflexiones que no dejan de ser interesantes (y no le falta razón en algunos de sus planteamientos) pero lo fastidia en la página siguiente comportándose de manera odiosa con alguien cercano. Y solo parece alcanzar algo parecido a la felicidad, pero de nuevo de manera exagerada (desproporcionada, como cada uno de sus actos) a partir del nacimiento de su hijo varón, Nanhoi, alcanzando momentos de un lirismo salvaje. Es como si Kinski se aferrara a la infancia de su hijo (la que él no pudo tener) para redimirse y encontrar algo de paz mental y calma.

Yo necesito amor es un viaje al lado oscuro, al abismo, de un actor de teatro y de cine, Klaus Kinski. Son unas memorias que atrapan y duelen. Klaus desnuda su personalidad sin tapujos, con una sinceridad salvaje. Una personalidad que mejor haberla conocido sólo en las páginas de un libro… Es inevitable que me venga a la cabeza alguna de sus imágenes en el cine y esa mirada y cara crispada. Es como si la locura siempre estuviera presente… si él está cerca.

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¡Ataque! (Attack!, 1956) de Robert Aldrich

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¡Ataque! es una de las películas que protagonizó Jack Palance junto a Robert Aldrich. Y es que estos dos nombres me llaman poderosamente la atención. Juntos y por separado. Juntos ya me impactaron en El gran cuchillo (rodada un año antes)… y lo han vuelto a hacer con ¡Ataque! Las dos parten de una obra de teatro (la primera inmensamente popular de un dramaturgo de renombre como Clifford Odets, la segunda mucho más desconocida y por tanto con más libertad en la adaptación cinematográfica) y las dos hablan del enfrentamiento entre dos hombres hasta el extremo, un extremo inaguantable y catártico. Si la primera muestra las oscuridades de Hollywood a través de las relaciones entre un productor y su estrella. En la segunda se marca un incómodo mensaje sobre el horror de la guerra, sin heroísmos ni momentos victoriosos, que además habla sobre la impotencia ante unos altos mandos incompetentes a los que no les importa enviar a hombres a muertes seguras. Y esta vez el enfrentamiento radical se produce entre el teniente Costa (furioso y carismático Jack Palance) y el capitán Cooney (magnífico en la representación de la locura, Eddie Albert). Las dos películas —que pueden formar parte de una sesión doble— contaron además de con Robert Aldrich y Jack Palance con un tercer vértice, el guionista James Poe.

¡Ataque! posee momentos íntimos, reflexivos e intensos (que son menos comunes en el cine bélico) y es cruelmente pesimista y violenta. Porque no es sólo un enemigo alemán que acecha en todo momento, incansable, sino un enemigo claustrofóbico que se encuentra en el lado americano, en su propio bando, y que termina desquiciando y desgastando más todavía a los hombres en la lucha. No hay gloria, no hay heroísmo, no hay patriotismo… en el campo de batalla, hay hombres desganados que no sólo tienen que enfrentarse a la muerte (sin quererlo) sino que además tienen que lidiar con asuntos internos que les minan y les provocan apatía. En concreto un batallón bajo el mando de un capitán no sólo cobarde sino roto mentalmente, enfermo. Esta situación empujará al límite de la locura también a un teniente que se preocupa por el destino de sus hombres pero que no sabe cómo gestionar esa tensión. Él es superviviente, soldado, y sólo sabe de lucha en campo abierto… La única manera que cree posible para terminar con esa situación ante la apatía y los distintos intereses de los altos cargos es vengando a sus hombres: eliminar al capitán. No sabe encontrar otra salida que evite males peores. En esta lucha encarnizada entre dos hombres (que además para enfatizar más el enfrentamiento, proceden de clases sociales diferentes), mientras tienen que enfrentarse a la amenaza nazi, existen dos testigos, otros dos personajes que canalizarán de diferente manera este enfrentamiento (y que moverán los hilos de distinto modo hasta la fatal conclusión) y que plasman dos puntos de vista diferentes. Uno es el teniente coronel Bartlett (Lee Marvin) que utiliza este choque en beneficio propio interesándole muy poco el destino de sus hombres y mucho más su posición y la escalada en el poder incluso en tiempos de paz. Y el otro es el coherente (el hombre que se encuentra en el justo medio, que trata de entender a todos, y de buscar la solución más razonable pero no le dejan, le arrastran al horror… aunque tomará de nuevo las riendas), el amigo fiel de Costa, el también teniente Harry Woodruff (William Smithers). Ninguno de los dos hombres, ni el teniente Costa ni el capitán Cooney lograrán un final heroico o victorioso sino todo lo contrario… y los dos acabarán juntos en una escena brutal.

Robert Aldrich cuenta con nervio pero con pulso, con ritmo vertiginoso sabiendo combinar los momentos reflexivos y más íntimos (que presenta la psicología compleja de los protagonistas) con los momentos de guerra cruda… La violencia llega no sólo en el campo de batalla sino en lo emocional y en las relaciones entre los hombres protagonistas que llegarán al paroxismo y la sinrazón. Todas las emociones se acrecientan por el miedo, la cobardía, la impotencia ante la muerte evitable de compañeros y ante tener que obedecer órdenes absurdas, la imposibilidad de un futuro, las ganas de venganza… La película empieza con una escena ya fuerte que acompaña a los créditos (y que cuenta con la mano artística de Saul Bass…) y que pone en conocimiento del espectador la fuente del conflicto. Vemos cómo un batallón de hombres muere acribillado ante la impotencia de su teniente (Jack Palance) y la cobardía de su capitán y la apatía de los demás compañeros que siguen perplejos las órdenes de un hombre al que no pueden respetar. El título Attack queda impreso en pantalla en letra nerviosa cuando cae rodando por la ladera el casco del último hombre del batallón que ha sido abatido por los disparos alemanes… y el casco termina su viaje frente a una flor… A partir de ahí el teniente Costa va enfrentándose de forma cada vez más violenta y explícita con el capitán, hasta que le amenaza, con testigos delante, de que cómo vuelva a dejar a su suerte a otro batallón de hombres (donde está además él)… regresará del campo de batalla para matarle. Y a partir de ese momento Costa sólo sobrevivirá para cometer lo que cree una misión especial y casi sagrada… De la misma manera el capitán se irá mostrando cada vez más temeroso y cobarde además de reflejar que es un hombre desequilibrado, traumatizado y mentalmente enfermo de gravedad.

Robert Aldrich se alía con la tensión, con un trazo cinematográfico que fomenta los primeros planos de sus cuatro intérpretes (los cuatro maravillosos… hasta el más inexperto y debutante William Smithers) que hablan a través de la crispación o emociones de sus rostros… llegando a la culminación de esa crispación (sello en la filmografía de Aldrich) con un excepcional Jack Palance y un magnífico Eddie Albert (alejado totalmente de su papel más popular, el paparazzi de Vacaciones en Roma y demostrando ser un actor con carácter como ya se veía en esta comedia). Pero también logra la tensión necesaria y la violencia que acompaña al cine bélico, dejando buenas escenas en el campo de batalla con ritmo, tragedia y muerte.

Hay otro motivo extracinematográfico que vuelve más interesante todavía esta película. Hay un libro que se titula Operación Hollywood. La censura del Pentágono de David L. Robb (Océano, 2006), de lectura amena e interesante (porque toca un tema desconocido por muchos, entre esos muchos, me encuentro yo), que cuenta las relaciones entre el cine americano y el ejército. En ese libro hay un capítulo que narra cómo Aldrich fue el primer director americano que denunció públicamente cómo el ejército americano controlaba ciertas producciones cinematográficas y ejercía una especie de censura, por ejemplo, impidiendo cualquier tipo de apoyo o asesoramiento. O dando también problemas en la distribución de la película, etcétera… Existen cartas que muestran el descontento del ejército ante el guion de la película antes de ser realizada y su negación a colaborar con la producción si no cambiaba el enfoque. Con la denuncia del director se abrió una comisión de investigación en el Congreso sobre la relación del Pentágono y Hollywood (y la posibilidad de censura por parte del ejército). En esa investigación no se llegó muy lejos pero fue un primer paso.

¡Ataque! es una nueva aventura para acercarse y disfrutar a la filmografía de un director peculiar que fue capaz de mostrar una mirada diferente y que jugaba con géneros reconocibles como el western, el bélico, el melodrama extremo… y que hizo de la crispación un elemento narrativo…

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Horizontes lejanos (Bend of the river, 1952) de Anthony Mann

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Horizontes lejanos además de ser una película tremendamente entretenida y emocionante esconde toda una simbología —con gotas de ‘épica’ bíblica y mitología— y no se aleja del western psicológico que estaba alimentando Anthony Mann con ese héroe, más humano y por ello más complejo, con rostro de James Stewart. Tan solo dos años antes Ford había llevado a cabo un western donde representaba el viaje simbólico de una caravana de mormones que buscaban unas tierras donde asentarse y se hacía acompañar por dos rudos vaqueros para poder cumplir su objetivo. Ese viaje es transformador para todos (y no falta la emoción, la amenaza y visitantes que se unen a la caravana como un grupo de comediantes…). Me refiero a la olvidada Caravana de paz. Pues bien Mann retoma otro viaje de una caravana de emprendedores colonos (y creyentes colonos, no se obvia que son comunidades tremendamente religiosas) para darle también un significado simbólico y psicológico. Esta vez la caravana viaja en compañía de un hombre que les está ayudando a cumplir su objetivo (asentarse en unas tierras). Ese hombre se llama Glyn McLyntock y tiene el rostro de James Stewart.

Glyn McLyntock tiene un pasado que le atormenta (huye de él) así que convierte en objetivo de su vida el llegar a una ‘tierra prometida’ y asentarse junto a los colonos como granjero y agricultor. Emprender una nueva vida. Ese pasado es ser un fuera de ley (figura fundamental del universo western) y dejar de lado la violencia… Sin embargo (de nuevo la complejidad) sin ese conocimiento que tiene Glyn de la ‘violencia’ difícilmente la caravana lograría llegar a ese mundo prometido. Es decir sin un Glyn siempre al acecho, con un instinto de la supervivencia tremendamente desarrollado, sin miedo alguno de empuñar un alma y matar… la caravana no alcanza el final de su viaje.

Pero para complicar más la trama si cabe… Anthony Mann proporciona otro compañero de viaje a McLyntock. Se trata de Emerson Colt (Arthur Kennedy), otro fuera de ley. Entre McLyntock y Colt se establece una fuerte relación de amistad y de cuentas pendientes (en distintos momentos cada uno salva la vida del otro) además de entender un mismo lenguaje. Pero la relación irá evolucionando hasta convertirse en un enfrentamiento a muerte. El motivo: uno decide seguir siendo un fuera de ley y el otro quiere dejar esa vida atrás… Y en medio y ‘objeto de disputa’, una caravana de alimentos y subsistencia fundamental para que cien colonos, ya asentados, puedan pasar su primer invierno en las montañas.

Así surge la metáfora en la que se sustenta toda la película y la relación y evolución de estos dos personajes (que podrían ser uno). El patriarca de la caravana de colonos, un hombre creyente, sabio y tremendamente conservador (Jay C. Flippen) le cuenta a McLyntock una metáfora. Está convencido de que los fuera de ley no cambian y son manzanas podridas a las que hay que sacar del barril pues pueden extender la podredumbre y afectar a las manzanas más sabrosas. A través del largo viaje el significado de esta metáfora se va alterando para cada uno de los personajes principales de la trama. Nada es blanco o negro, existen los matices.

Mann señala a través de su película que uno de los motivos que pueden cambiar a un hombre y cambiarle a peor es la ‘fiebre del oro’ (tema maravillosamente ilustrado por John Huston en El tesoro de Sierra Madre). Así la caravana llega en un principio a una localidad donde todo es armonía y que les recibe con los brazos abiertos antes de irse a las montañas a asentarse en la tierra prometida. En esta tranquila localidad, llena de buena gente colaboradora, hacen un trato para que en un mes les suban los alimentos necesarios y además dejan a la ‘chica’ de la caravana que necesita recuperarse pues ha sido herida por los indios. Cuando ya una vez en las montañas, ven que no llegan los suministros, el patriarca y el pistolero (James Stewart) regresan a la localidad que se ha convertido en un lugar hostil, sin ley, dominado por el juego y otros vicios, donde los amables habitantes se han convertido en ambiciosos… Y allí el pistolero volverá a encontrarse con su compañero de aventuras y con una chica que ha cambiado…

Pero además Horizontes lejanos es puro entretenimiento a todo color (aunque en el dvd que poseo este color está tremendamente perjudicado) y domina las claves del western. Así aparecen los indios, se habla de la guerra civil norteamericana, los grandes parajes, las montañas, los ríos, los enfrentamientos, los linchamientos, los jugadores, las traiciones, las fuertes amistades, la venganza pero también el amor y la cotidianeidad de la vida dura en el salvaje oeste. Por último señalar que así como en Winchester, Rock Hudson tenía un pequeño papel como jefe indio, su carrera sigue evolucionando con Mann y ahora en Horizontes lejanos es uno de los personajes secundarios de la trama como un joven jugador cuyo corazón queda atrapado por una dama de la caravana y que se convierte en amigo inseparable de McLyntock y Colt. Su dilema es: ¿a quién seguirá cuando el enfrentamiento sea ya insostenible?

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Winchester 73 (Winchester 73, 1950) de Anthony Mann

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… tenía una vieja asignatura pendiente y era analizar la obra de un dúo de cine que colaboraron juntos en ocho películas (cinco de ellas western). Estoy hablando del actor James Stewart y el director Anthony Mann. La inauguración de esta relación profesional ocurrió con Winchester 73, un western redondo de estructura perfecta pero a la vez emocionante. Y así iniciaré un pequeño ciclo que incluirá aparte de Winchester, Horizontes lejanos y Tierras lejanas.

¿Por qué esta colaboración es importante en el género de películas del Oeste? Porque supone un paso más y la evolución definitiva de una innovación importante que se estaba dando en el género… Supuso además un antes y un después en la carrera de James Stewart como actor y en la percepción que tenían de él sus seguidores. Suponía la evolución del héroe del western en un terreno de ambigüedad moral. Los límites entre el bien y el mal ya no estaban tan claros y los héroes de Mann son psicológicamente complejos. Y esa complejidad tenía el rostro de James Stewart. Poco tienen que ver los personajes de John Wayne con los de James Stewart (y ambos lo demostrarían juntos en un western maravilloso de John Ford, El hombre que mató a Liberty Valance). Y poco tienen que ver tanto en presencia física como en psicología y comportamiento.

Winchester 73 tiene un mecanismo de construcción circular y perfecto que no impide no sólo un buen ritmo sino un relato inquietante, una intriga que atrapa y unos personajes muy atractivos… El título se refiere a un rifle mítico que va pasando por distintas manos y cuyo periplo va unido a una historia obsesiva de venganza. Una venganza con complejos lazos familiares…, un misterio por desvelar que llega a su culminación cuando la chica de saloon encuentra una fotografía…

Este western significó dos cosas en la carrera de Stewart. Una a nivel profesional (y de cambiar los códigos de relación actor-productora) y otra respecto su imagen proyectada. En esta película Stewart no recibió un salario sino que firmó una cláusula en la que se especificaba que el actor recibiría un elevado tanto por ciento de los beneficios de la película… Una película que funcionó… Esto supuso la constatación de que algo estaba cambiando en la industria y en su sistema de estudios. Las reglas se estaban transformando y la caída del sistema se avecinaba… Los actores iban adquiriendo un poder sobre sus carreras antes inimaginable…, ya se negaban cada vez más a ser simples marionetas de los estudios.

Por otra parte Stewart proyectaba una imagen determinada a los espectadores, que le adoraban, que sobre todo alimentaban sus comedias pero también sus incursiones en otros géneros: el personaje de Stewart era un hombre bueno (así le ocurría también a su amigo Henry Fonda). Sus héroes eran coherentes, rectos, idealistas, morales, amables, bondadosos… Anthony Mann complicó esta imagen, introdujo la ambigüedad, las sombras del héroe bueno (también estaba contribuyendo a este cambio Alfred Hitchcock…, y se notaba esta evolución en su carrera junto a Frank Capra). Revistió de humanidad a unos personajes moralmente complejos. Así el héroe de Winchester es obsesivo, vengativo y violento aunque nos posicionamos a su lado… porque a la vez es un buen amigo, respetuoso, valiente… No se queda tranquilo ni encuentra un atisbo de paz hasta culminar lo que se ha propuesto, la venganza. Pero los límites del bien y del mal para llevarla a cabo se tambalean continuamente…

Por otra parte Mann contribuía y establecía un nuevo paso en el género del western: dar cada vez más importancia al componente psicológico convirtiendo las historias en más difíciles y complejas pero a la vez más atractivas… y todo ello con un respeto absoluto a las claves del género y con su mitología particular. En Winchester 73 aparecen los indios, la chica de saloon, el séptimo de caballería, los forajidos, las diligencias, los carros, personajes míticos como Wyatt Earp (que aparece como personaje) o el general Custer (al que nombran varias veces)… Además de un dominio de la narrativa cinematográfica y de la puesta en escena sin igual que permite escenas tan brillantes como el concurso, al principio de la película, y que arranca toda la acción. La presentación de los personajes principales y del conflicto mientras se celebra el concurso para ganar un rifle mítico es un mecanismo perfecto y redondo.

Además de James Stewart y su contrincante Stephen McNally (un actor que no tuvo nunca la categoría de estrella pero sin embargo tiene una carrera con títulos a tener en cuenta), la galería de buenos actores que además construyen sus personajes en esta película es toda una fuente de satisfacciones para el espectador. Así la chica de saloon (un personaje que podía haber sido plano y sin embargo está resuelto de manera atractiva con un montón de matices y detalles) está maravillosamente interpretado por una actriz que creo hay que reivindicar una y mil veces, Shelley Winters. El forajido chulesco, algo psicópata pero con un gran sentido del humor no podía ser otro que un magnífico Dan Duryea. Y el mejor amigo de James Stewart (que es el que le contiene, su Pepito Grillo particular) tiene el rostro de Millard Mitchell, uno de esos secundarios efectivos que cuando aparecen en pantalla, siempre nos suena su cara. Otra cosa que me encanta de esta película es encontrarme con dos actores que empezaban su carrera y que pronto se convertirían en estrellas: Rock Hudson, ataviado de jefe indio (y uno de los dueños del famoso rifle) y un joven Tony Curtis, como un joven soldado del séptimo de caballería. Y los dos ya muestran su carisma.

Así que este dúo de cine empieza su colaboración con una película de estructura perfecta que además de lidiar con la mitología y las claves del western proporciona una nueva mirada, un paso más para el género.

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